/ jueves 22 de diciembre de 2022

Cruzando líneas | La frontera invisible

Cruzo fronteras y ellas me cruzan. En todas dejo o me arrebatan algo. La de México y Estados Unidos es parte de mí; es mi ida y vuelta. Cada vez que la cruzo, no importa de cuál lado, voy a casa. Tengo suerte, mucha. Somos muy pocos lo que podemos atravesar muros. Cruzar es mucho más que pasar a otro territorio; es migrar un poco —o mucho—, es siempre una despedida. Del otro lado, no siempre hay bienvenidas.

En el Medio Oriente las fronteras más brutales no tienen alambres de púas ni rejas electrificadas; no hay soldados ni gestores de maletas. No es cuestión de pasaporte, aduanas o nacionalidad. La frontera más dura es la invisible. Es un muro humano construido con religión, historia y conflicto. En esa región del mundo, la fe no une… y hay poca voluntad. La política nunca basta.

Visité cuatro fronteras, pero solo una pude cruzar. Desde un cerro en el norte de Israel vi a Líbano y su milicia; también escuché los entrenamientos armados desde la árida Siria y viajé al sur para sentir a Gaza. No pude tocar sus cercos, pero los vi muy de cerca. Los viví y me vibraron. Y a miles de kilómetros de Arizona, esa división humana se parecía mucho a casa. Lo único violento del momento fue la emoción de estar ahí y entender lo mucho que se cuela y lo tanto más que se esconde, ese instante obligado de sacudirme los muchos prejuicios que viajaron conmigo al otro lado del muro o el sabor metálico que deja ese sentimiento de conciencia plena al reconocer que hay tantas historias vivas como censuradas por un miedo real que, confieso, mi paracaidismo privilegiado no alcanza a comprender.

La única frontera humana que crucé fue la de Israel y Jordania. Lo hice por tierra y con la aprehensión de lo desconocido. Es distinta a las que he pisado. Es una frontera en otra; está dividida por una nada pacífica manifestada en un territorio que pareciera ser de nadie o de todos. No sé si describir lugar como un amortiguador o una amalgama… o como un limbo o purgatorio entre países. Ambos puertos fronterizos son complicados, intimidantes y caóticos. En ese sinsentido, está quizá su belleza… aunque lo más bonito que tienen es su gente.

Recorrí los dos países con ojos de periodista (y una mirada inevitable de turista que no me cuesta reconocer). Lo hice con mucho asombro; con el corazón y la libreta abierta. No lo hice sola, me acompañaron colegas que me cuidaban todos los flancos, desde la grabadora hasta el cuerpo y el sentido del humor. Fue un despertar compartido en ese desierto sonoro que se convirtió en un paraíso sensorial. Había muchos grises y tantos o más silencios; pero fueron más los instantes que me dejaron sin aliento por la gratitud de poder ir, estar, ver, sentir, probar y cuestionar. Estoy en el avión intentando procesar todo en un regreso en el que cruzaré dos fronteras más. Aún no descargo el material ni el espíritu, pero empiezo a vaciar el alma en letras y ojalá me acompañen a leerlas. Crucemos líneas juntos, porque las fronteras de a poco las vamos borrando.

Cruzo fronteras y ellas me cruzan. En todas dejo o me arrebatan algo. La de México y Estados Unidos es parte de mí; es mi ida y vuelta. Cada vez que la cruzo, no importa de cuál lado, voy a casa. Tengo suerte, mucha. Somos muy pocos lo que podemos atravesar muros. Cruzar es mucho más que pasar a otro territorio; es migrar un poco —o mucho—, es siempre una despedida. Del otro lado, no siempre hay bienvenidas.

En el Medio Oriente las fronteras más brutales no tienen alambres de púas ni rejas electrificadas; no hay soldados ni gestores de maletas. No es cuestión de pasaporte, aduanas o nacionalidad. La frontera más dura es la invisible. Es un muro humano construido con religión, historia y conflicto. En esa región del mundo, la fe no une… y hay poca voluntad. La política nunca basta.

Visité cuatro fronteras, pero solo una pude cruzar. Desde un cerro en el norte de Israel vi a Líbano y su milicia; también escuché los entrenamientos armados desde la árida Siria y viajé al sur para sentir a Gaza. No pude tocar sus cercos, pero los vi muy de cerca. Los viví y me vibraron. Y a miles de kilómetros de Arizona, esa división humana se parecía mucho a casa. Lo único violento del momento fue la emoción de estar ahí y entender lo mucho que se cuela y lo tanto más que se esconde, ese instante obligado de sacudirme los muchos prejuicios que viajaron conmigo al otro lado del muro o el sabor metálico que deja ese sentimiento de conciencia plena al reconocer que hay tantas historias vivas como censuradas por un miedo real que, confieso, mi paracaidismo privilegiado no alcanza a comprender.

La única frontera humana que crucé fue la de Israel y Jordania. Lo hice por tierra y con la aprehensión de lo desconocido. Es distinta a las que he pisado. Es una frontera en otra; está dividida por una nada pacífica manifestada en un territorio que pareciera ser de nadie o de todos. No sé si describir lugar como un amortiguador o una amalgama… o como un limbo o purgatorio entre países. Ambos puertos fronterizos son complicados, intimidantes y caóticos. En ese sinsentido, está quizá su belleza… aunque lo más bonito que tienen es su gente.

Recorrí los dos países con ojos de periodista (y una mirada inevitable de turista que no me cuesta reconocer). Lo hice con mucho asombro; con el corazón y la libreta abierta. No lo hice sola, me acompañaron colegas que me cuidaban todos los flancos, desde la grabadora hasta el cuerpo y el sentido del humor. Fue un despertar compartido en ese desierto sonoro que se convirtió en un paraíso sensorial. Había muchos grises y tantos o más silencios; pero fueron más los instantes que me dejaron sin aliento por la gratitud de poder ir, estar, ver, sentir, probar y cuestionar. Estoy en el avión intentando procesar todo en un regreso en el que cruzaré dos fronteras más. Aún no descargo el material ni el espíritu, pero empiezo a vaciar el alma en letras y ojalá me acompañen a leerlas. Crucemos líneas juntos, porque las fronteras de a poco las vamos borrando.