/ sábado 18 de marzo de 2023

Mi gusto es... (O la otra mirada) | Mis candidaturas

Recuerdo con emoción la primera vez que fui candidato: perdí.

Obtuve alrededor de siete votos y, aun así, mis adversarios me acusaron de acarreo.

Resulta que aspiraba a formar parte del Consejo Directivo de la Escuela de Derecho de la Universidad de Sonora y en eso me quedé: aspirando, pues con ese resultado no le podía ganar a nadie.

“Pide un recuento”, me sugirió un “compasivo” amigo y con la mirada que le regresé, le dije todo.

El panorama se compuso más adelante, cuando habría que elegirse, de entre aproximadamente 54 miembros, a los coordinadores de las distintas comisiones que se formaban en la casa de estudiante donde viví durante mi época universitaria.

Mi victoria fue indiscutible y de ese modo quedé al frente de la imprescindible coordinación de alimentos: hacer un rol para las tres comidas al día de cada semana y el horario que le tocaba para realizar esa chamba a cada uno de los cohabitantes, sugerir comidas que alcanzaran para todos y supervisar que cada esto se cumpliera al pie de la letra, como se había planeado.

Básicamente, esas eran mis funciones. Salvo un caldo de pescado con camote que hasta la fecha sigue recibiendo injustas críticas de sus detractores, creo que mi paso en ese encargo no fue malo.

A partir de ahí, corrí con mejor suerte y ya no tuve más derrotas. Creo que repetí dos veces al frente de tal comisión y eso me hizo dar un salto cualitativo en el organigrama interno ya que en el otro semestre, en una asamblea general, salió una voz que me propuso y la voluntad de las mayorías quiso que formara parte del Comité Coordinador de dicha casa.

No estaba mal: luego de casi dos años de haber llegado, ya formaba parte de ese órgano, el cual era algo así como el consejo de ancianos de una tribu, que lo mismo podía discutir sobre la posible toma de alguna escuela, la probable expulsión de un miembro o analizar la sanción que merecían esos tres o cuatro descarriados que habrían desnudado a un aspirante, para medirle una por una las partes de su bien torneado cuerpo, haciéndole creer que tan singular prueba de fuego era un insalvable requisito para ser admitido en la casa.

Eso daba cierto estatus, pero no tanto como el sueño que a veces nos quería vencer cuando algún destrampado se le ocurría convocar para que nos reuniéramos a las doce de la noche a fin de tratar asuntos de suma importancia: proponer una sanción para cierto miembro que se había pasado de lanza, hacer el orden del día que se llevaría a la asamblea general del día siguiente o decidir si, a la hora de la comida, en lugar de dos tortillas se daban tres.

Sin percatarme, lo anterior me había dado algunas tablas para no llegar tan verde al próximo compromiso, a mi parecer, el más importante de todos: ser consejero universitario alumno por la Escuela de Derecho ante el Consejo Universitario, el máximo órgano de la Universidad de Sonora hasta antes de la Ley 4 que “democráticamente” impuso el pacifista y recién llegado gobernador Beltrones.

Para mi fortuna (no sé si para mis representados y para la propia Escuela) los resultados en esa votación fueron completamente distintos al que había conseguido años atrás, aquel negro día donde obtuve siete votos.

Aquí vencí a mis dos rivales y, durante un año, tuve el honroso compromiso de representar a todos mis compañeritos y compañeritas de la escuela.

Si lo hice muy bien o muy mal, ellos tendrían que decirlo, pero en cuanto a lealtades y defensa de su interés, mi conciencia está tranquila y, para mí, eso es suficiente, que caray.

Mucho tiempo tuvo que pasar para que volviera a ser candidato a ocupar una cartera. Fue, creo, cuando habría de elegirse al cuerpo directivo del Colegio de Abogados y la tiranía de los votantes quiso que yo fuera su secretario.

Más tarde o por esas mismas fechas, llegué a ocupar un lugar en un consejo ciudadano de Procuración de Justicia, pero debo de confesar, sin rubor alguno, que este nombramiento fue por dedazo.

A una amiga que trabajó efímeramente en la procu, la instruyeron para que lo integrara en unos cuantos días con personas honorables y de reconocido prestigio y supongo que al no encontrar ninguna, desesperadamente me incluyó en la lista, me llamó, me convenció y me designaron.

El gusto no nos duró mucho porque, ya que así como fuimos palomeados —por dedazo— de la misma forma también desaparecieron el consejo y pues a otra cosa mariposa.

Eduardo Bours era el gober y eso de la democratización de los espacios públicos, no se le daba mucho.

Las otras candidaturas sólo han sido posibilidades que nunca se volvieron realidad.

En dos de ellas, me ofrecieron la suplencia en un cargo de elección popular, por parte de un partido de media tabla para abajo.

Claro, no acepté.

En otra ocasión, un amigo me citó a un café y me propuso ir en fórmula para una candidatura, pero a la hora que hizo el reparto ya no me sonó tan atractivo:

“Cómo ves”, me dijo, “yo sería el titular y tú el suplente”.

Me quedé callado y también a este, con la mirada le dije todo. Y todo es todo.

Se me olvidaba que también aspiré y le entré al proceso de designación de algunos miembros del Consejo del Poder Judicial de Sonora los cuales serían nombraría el Congreso del Estado, teniendo al ínclito, al índigo, al siempre humilde Damián Zepeda, como diputado encargado de la Comisión de Justicia y Derechos Humanos.

Creo que éramos más aspirantes que diputados, me cae que sí.

Hubo entrevistas y toda la cosa, pero nunca de los nunca deliberaron, al grado tal que, transcurridos algunos años, al respecto hubo una reforma y todo fue a dar al cesto de la basura.

Se los explico de otra manera y lo resumo así: le valió un cacahuate, a toditos los diputados.

Esas han sido mis candidaturas y pa’acabarla de, todas, sin excepción, han sido honorificas.

Esto último sí quiero que quede claro, muy claro.

Porque si aquella vez que nomás obtuve siete votos, las lenguas de doble filo y las fuerzas conservadoras me acusaron de acarreo, capaz que de aquí al lunes próximo, dé inicio una campaña negra en mi contra, acusándome, sin piedad alguna, de enriquecimiento inexplicable.

Así de injusta es a veces la vida, sobre todo para quienes, sin pensarla, damos a diario todo por la patria.

Recuerdo con emoción la primera vez que fui candidato: perdí.

Obtuve alrededor de siete votos y, aun así, mis adversarios me acusaron de acarreo.

Resulta que aspiraba a formar parte del Consejo Directivo de la Escuela de Derecho de la Universidad de Sonora y en eso me quedé: aspirando, pues con ese resultado no le podía ganar a nadie.

“Pide un recuento”, me sugirió un “compasivo” amigo y con la mirada que le regresé, le dije todo.

El panorama se compuso más adelante, cuando habría que elegirse, de entre aproximadamente 54 miembros, a los coordinadores de las distintas comisiones que se formaban en la casa de estudiante donde viví durante mi época universitaria.

Mi victoria fue indiscutible y de ese modo quedé al frente de la imprescindible coordinación de alimentos: hacer un rol para las tres comidas al día de cada semana y el horario que le tocaba para realizar esa chamba a cada uno de los cohabitantes, sugerir comidas que alcanzaran para todos y supervisar que cada esto se cumpliera al pie de la letra, como se había planeado.

Básicamente, esas eran mis funciones. Salvo un caldo de pescado con camote que hasta la fecha sigue recibiendo injustas críticas de sus detractores, creo que mi paso en ese encargo no fue malo.

A partir de ahí, corrí con mejor suerte y ya no tuve más derrotas. Creo que repetí dos veces al frente de tal comisión y eso me hizo dar un salto cualitativo en el organigrama interno ya que en el otro semestre, en una asamblea general, salió una voz que me propuso y la voluntad de las mayorías quiso que formara parte del Comité Coordinador de dicha casa.

No estaba mal: luego de casi dos años de haber llegado, ya formaba parte de ese órgano, el cual era algo así como el consejo de ancianos de una tribu, que lo mismo podía discutir sobre la posible toma de alguna escuela, la probable expulsión de un miembro o analizar la sanción que merecían esos tres o cuatro descarriados que habrían desnudado a un aspirante, para medirle una por una las partes de su bien torneado cuerpo, haciéndole creer que tan singular prueba de fuego era un insalvable requisito para ser admitido en la casa.

Eso daba cierto estatus, pero no tanto como el sueño que a veces nos quería vencer cuando algún destrampado se le ocurría convocar para que nos reuniéramos a las doce de la noche a fin de tratar asuntos de suma importancia: proponer una sanción para cierto miembro que se había pasado de lanza, hacer el orden del día que se llevaría a la asamblea general del día siguiente o decidir si, a la hora de la comida, en lugar de dos tortillas se daban tres.

Sin percatarme, lo anterior me había dado algunas tablas para no llegar tan verde al próximo compromiso, a mi parecer, el más importante de todos: ser consejero universitario alumno por la Escuela de Derecho ante el Consejo Universitario, el máximo órgano de la Universidad de Sonora hasta antes de la Ley 4 que “democráticamente” impuso el pacifista y recién llegado gobernador Beltrones.

Para mi fortuna (no sé si para mis representados y para la propia Escuela) los resultados en esa votación fueron completamente distintos al que había conseguido años atrás, aquel negro día donde obtuve siete votos.

Aquí vencí a mis dos rivales y, durante un año, tuve el honroso compromiso de representar a todos mis compañeritos y compañeritas de la escuela.

Si lo hice muy bien o muy mal, ellos tendrían que decirlo, pero en cuanto a lealtades y defensa de su interés, mi conciencia está tranquila y, para mí, eso es suficiente, que caray.

Mucho tiempo tuvo que pasar para que volviera a ser candidato a ocupar una cartera. Fue, creo, cuando habría de elegirse al cuerpo directivo del Colegio de Abogados y la tiranía de los votantes quiso que yo fuera su secretario.

Más tarde o por esas mismas fechas, llegué a ocupar un lugar en un consejo ciudadano de Procuración de Justicia, pero debo de confesar, sin rubor alguno, que este nombramiento fue por dedazo.

A una amiga que trabajó efímeramente en la procu, la instruyeron para que lo integrara en unos cuantos días con personas honorables y de reconocido prestigio y supongo que al no encontrar ninguna, desesperadamente me incluyó en la lista, me llamó, me convenció y me designaron.

El gusto no nos duró mucho porque, ya que así como fuimos palomeados —por dedazo— de la misma forma también desaparecieron el consejo y pues a otra cosa mariposa.

Eduardo Bours era el gober y eso de la democratización de los espacios públicos, no se le daba mucho.

Las otras candidaturas sólo han sido posibilidades que nunca se volvieron realidad.

En dos de ellas, me ofrecieron la suplencia en un cargo de elección popular, por parte de un partido de media tabla para abajo.

Claro, no acepté.

En otra ocasión, un amigo me citó a un café y me propuso ir en fórmula para una candidatura, pero a la hora que hizo el reparto ya no me sonó tan atractivo:

“Cómo ves”, me dijo, “yo sería el titular y tú el suplente”.

Me quedé callado y también a este, con la mirada le dije todo. Y todo es todo.

Se me olvidaba que también aspiré y le entré al proceso de designación de algunos miembros del Consejo del Poder Judicial de Sonora los cuales serían nombraría el Congreso del Estado, teniendo al ínclito, al índigo, al siempre humilde Damián Zepeda, como diputado encargado de la Comisión de Justicia y Derechos Humanos.

Creo que éramos más aspirantes que diputados, me cae que sí.

Hubo entrevistas y toda la cosa, pero nunca de los nunca deliberaron, al grado tal que, transcurridos algunos años, al respecto hubo una reforma y todo fue a dar al cesto de la basura.

Se los explico de otra manera y lo resumo así: le valió un cacahuate, a toditos los diputados.

Esas han sido mis candidaturas y pa’acabarla de, todas, sin excepción, han sido honorificas.

Esto último sí quiero que quede claro, muy claro.

Porque si aquella vez que nomás obtuve siete votos, las lenguas de doble filo y las fuerzas conservadoras me acusaron de acarreo, capaz que de aquí al lunes próximo, dé inicio una campaña negra en mi contra, acusándome, sin piedad alguna, de enriquecimiento inexplicable.

Así de injusta es a veces la vida, sobre todo para quienes, sin pensarla, damos a diario todo por la patria.

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