/ miércoles 25 de enero de 2023

Narrativas del ser | Travesías de un educador apasionado (I): el tianguis

El surrealismo de México se expresa en las diversas realidades que existen en el país. La profunda desigualdad en la que estamos sumidos hace que tengamos distintas formas de vida en una misma extensión territorial. Los de arriba ignoran la situación de los de abajo. Estas afirmaciones las comprobé el domingo cuando, como profesor, llevé a un grupo de estudiantes de preparatoria con altos recursos a vender productos al tianguis de Los Olivos para recaudar fondos con la finalidad de realizar un viaje que fomentará su crecimiento en la formación cultural, humana y espiritual. Yo pensé que sería fácil dirigirlos, mis intuiciones vagas nacían de su perfil y de su edad porque creía que comprendían el funcionamiento real del trabajo y del mercado, y que eran un poco independientes, pero me llevé una grata sorpresa que comprueba la aseveración de que la realidad supera a la ficción.

El perfil de estos buenos jóvenes es empresarial, lo denotan sus conversaciones frecuentes que se centran en inversiones, empresa, etc. Les es sumamente atractivo el desarrollo de habilidades técnicas para hacer dinero. Invadidos de contenidos culturales con influencers y cursos en línea que les explican el funcionamiento del mercado, se consideran capaces de emprender negocios e inmiscuirse en las nuevas tecnologías para lograr sus objetivos. Al conocer tanta información sobre finanzas, administración y dirección de empresas, pensé que eran aptos para ser buenos comerciantes y diseñar un buen plan de negocios que les ayudaría a obtener muchos recursos, pero al enfrentarse a un mundo desconocido para ellos, propio de la mayoría del país, en donde reinan la audacia, la astucia, la diligencia y la perspicacia, sus teorías y competencias fueron desafiadas y derrumbadas. El verdadero Hermosillo los retó y demostró que la vida y el mercado son más complejos de lo que parlotean los sabelotodo de Tik Tok e Instagram.

La primera decepción se dio cuando llegamos con una camioneta cargada de ropa al punto de venta. Eran las 7:00 am. La intención de llegar tan temprano en domingo tenía como finalidad alcanzar a venderle productos a los revendedores tianguistas que pelean con rebajas cada pieza como si defendieran su vida misma. Los muchachos descargaron la inmensa cantidad de ropa intentando distribuirla en mesas para hacer un acomodo digno de un puesto de tianguis. Doña Delia se acercó con nosotros, es una cacique simpática del lugar. La fuerte señora tiene alrededor de 70 años, sus facciones denotaban una vida de trabajo y esfuerzo, su lenguaje demostraba la vitalidad del Sonora profundo, tierra de trabajo y reciedumbre. Se presentó ante los “muchachitos” y nos cobró una renta, nos advirtió con una voz profunda y sabia: “cuídense de las ratas porque abundan”. Un consejo que agradecieron los jóvenes vendedores pero que no supieron poner en práctica. Cuando doña Delia se alejó, llegaron los comerciantes más aguerridos, los tianguistas. Acelerados invadieron el puesto y tomaron grandes cantidades de prendas, estábamos sobrepasados, intenté organizar a mis alumnos, pero la situación nos abrumó, no sabían cómo mantener la furia de unas 20 personas que los acosaban con preguntas aceleradas sobre el costo y ofrecían ofertas desganadas. Paralizados, no supieron dar respuesta. Entré en acción intentando estructurar a la gente, mi experiencia en esos comercios no es amplia, pero he estado en los tianguis más agresivos de la CDMX, lo que me validaba para entender que ante todo tienes que reflejar dureza y certeza para que no te coman vivo —como dice el dicho: “para cabrón, cabrón y medio”—. Logramos mantener el barco a flote, seguramente nos robaron altas cantidades, a pesar de ello el objetivo se cumplió porque conseguimos ganancias y la ola de euforia por parte de los habilidosos revendedores terminó.

Después de ese acontecimiento me percaté de algo: tenía que enseñarles las reglas básicas, no para los negocios, sino para enfrentar la vida real. Lo que nos faltó en esa primera experiencia fue carácter, ningún adolescente se atrevió a alzar la voz ni a dar respuesta a una problemática fatigosa. Creo que pocos habían convivido con el mundo real del trabajo y el comercio. Denoté que entendieron mi primer enseñanza a través de uno de esos sermones que cuando yo era estudiante repudiaba por parte mis maestros: “esto no es un taller de emprendimiento ni un curso de finanzas, esto es la vida o asumen con carácter el puesto o no venderemos nada”, les dije con un gesto vigoroso. La primera lección que aprendieron es que el dinero no se hace fácil y que las leyes del mercado no son justas porque intervienen los intereses personales que muchas veces se rigen por el egoísmo o la sagacidad. Me sentí orgulloso, por algo dicen que la educación de adolescentes es más gratificante que la remuneración económica, vi en ellos un aprendizaje, no sé si lo olvidarán cuando regresen a la superficialidad y a la superabundancia en donde todo es fácil y vacío.

Los clientes más nobles llegaron alrededor de las 9:00 am. Tuvimos una hora para intentar planear mejor el puesto antes de su llegada. Me sorprendió la facilidad con la que se hartaban de trabajar los alumnos y dejaban de doblar ropa para sentarse en la parte trasera de la camioneta a platicar. Siempre que estoy con estudiantes intento fomentar pláticas profundas sobre las preocupaciones existenciales que normalmente adormecen las redes sociales y el ambiente de frivolidad en el que se mueven. Hablamos de la madurez, de la muerte, de la caridad, de la fiesta, del amor, de la libertad, etc. Mi pasión por esos temas hace que me disperse y pierda la noción del tiempo, como Don Quijote, la lectura de los clásicos me ha convertido en un idealista y romántico que no distingue entre lo abstracto y lo concreto, a veces confundo lo ilusorio de lo real. Mi edad y mis aspiraciones también fomentan esa pequeña dosis de locura que me hace amar al mundo apasionadamente y buscar una existencia auténtica más allá de lo terrenal, por ello quiero que en mi epitafio escriban lo que Cervantes le expresó a su ingenioso hidalgo: “murió cuerdo y vivió loco”. Ante esa situación y, con conversaciones tan interesantes, me cansé de exigirles para que siguieran trabajando hasta que mi interior me reclamó y me dijo: “están acostumbrados a que nadie les exija con justicia, tengo que dejar el diálogo ocioso que libera al alma para ponerlos a trabajar de nuevo”.

La resistencia de hacer las cosas bien era grande porque simulaban trabajar y, con fugacidad, huían de las responsabilidades hasta que los clientes llegaron y no tuvieron escapatoria. Con más calma y con una experiencia que les precedía, lo hicieron mejor. Con sus habituales inconstancias, dispersión e irresponsabilidad abandonaban el puesto al sentir un mínimo de cansancio y se refugiaban en su celular.

En ese tiempo sucedió un acontecimiento absurdo, dos hippies se estacionaron a un lado nuestro y bajaron una gran cantidad de ropa, pusieron un cartel en el que anunciaban que venderían todo a $10. Me asusté, entendí que nuestros competidores tenían todo para destruirnos. Como buena pareja bohemia se desesperaron ante la poca respuesta de los compradores y decidieron abandonar el trabajo para seguir fluyendo por la vida. Antes de irse se acercaron a nosotros con curiosidad y nos propusieron vendernos sus sacos de ropa a $100, con entusiasmo los estudiantes aceptaron. Hicieron su primera inversión real, usaron ganancias para comprar más ropa. No estaban invirtiendo en una cartera virtual de Wall Street con dinero ficticio, ni estaban apostando con riqueza de sus padres. De su propia mano y con su esfuerzo, por primera vez en su vida estaban realizando una inversión. La emoción los exaltó porque hicieron un buen trato. Espero que se acuerden de él para toda la vida para que cuando sientan la gratificación del éxito en un futuro —si es que no viene de las faldas de sus padres—, recuerden con humildad esta experiencia de la realidad.

Cuando las horas empezaron a pasar, la impaciencia, común en la inmadurez de los adolescentes, creció y lanzaron sin descanso las preguntas que más molestan a los padres y a los profesores: “¿Cuánto nos falta para irnos?”, “¿A qué hora vamos a terminar?”. Mi desesperación aumentó y puse como hora límite las 11:00 am. Llevábamos sólo 4 horas y su cerebro sobreestimulado les recriminaba pidiéndoles volver a su rutina habitual de una vida cómoda. Los adolescentes están convencidos de que los domingos son para ver el celular y para volcarse en la civilización banal del espectáculo promovida por la NFL. Ya no querían estar en el México real, se sentían distintos, fuera de su ambiente, debían regresar a la sequedad de una vida desmesurada.

Llegó la hora de levantar el changarro. Con lentitud recogimos todo porque estaban cansados. El cansancio no provenía de levantarnos temprano, era por la desvelada, pues algunos habían salido de farra el sábado por la noche. Enfrentaron en carne propia lo que es la contradicción de la adultez: la fiesta es efímera y fácil, el trabajo arduo y difícil, no se puede vivir para divertirse por siempre porque existen responsabilidades que limitan tus deseos y proyectos personales.

Al llegar a la casa desde donde organizamos todo, hicimos cuentas. Dejé que ellos realizarán el corte de caja, quería ver si las teorías pragmáticas del mundo empresarial difundidas por redes sociales que consumen por horas los habían capacitado para manejar recursos. Lo hicieron de forma regular, con algunas lagunas, pero al final se repartieron el dinero equitativamente. Se sorprendieron de las ganancias, no se imaginaban que ellos podían recaudar fondos por sí mismos. Antes de despedirlos, decidí explicarles cómo funcionó el negocio y les di retroalimentación. Sus ojos se iluminaron con mi discurso de cierre, les quise transmitir la realidad del país y de su ciudad, pero, sobre todo, el valor de la responsabilidad y del trabajo. “El trabajo forja el carácter. Nunca les han dado obligaciones. Están acostumbrados a que les faciliten la vida. Viven para la diversión, por eso son incapaces de ser independientes, auténticos y tomarse con seriedad sus compromisos. Esta experiencia es el inicio de una crisis humana y de madurez de la cual, si salen victoriosos, descubrirán el verdadero valor de las cosas. Es la hora de que se formen su recto criterio y luchen por adquirir las virtudes que los harán libres. Esto no lo hacemos sólo para conseguir dinero, lo hacemos para que aprendan a asumir responsabilidades por sus actos sin que nadie los rescate o les facilite el camino, de esta forma adquirirán carácter. Ya tienen la edad para definir quiénes son y hacia dónde quieren llegar. Salgan de su comodidad, no compren la idea de una vida superficial llena de falsas ilusiones. Llénense de locura y transformen la realidad porque para ser feliz no se necesita una vida cómoda sino un corazón enamorado”, pronuncié con entusiasmo, el espíritu idealista de Alonso Quijano se había apoderado de mí. Me percaté al finalizar el mensaje final que, como de costumbre, la pasión me había dominado.

Cuando se fueron, regresé a mi rutina de domingo. Al reflexionar me di cuenta de que ellos también me habían cambiado. Nació una nueva esperanza en mí porque pensé: “¡eureka!, sí es posible formarlos para que sean jóvenes solidarios con grandes ideales que transformen su ambiente. Hay esperanza en esta realidad tan compleja. Sacarlos de su comodidad a través del trabajo y los retos grandes es la clave para que hagan el bien”. Faltan muchas semanas para recaudar fondos con ellos, más experiencias extravagantes viviremos, pero por lo pronto, esa madrugada de trabajo con adolescentes en domingo me hizo resolver una crisis existencial al recordar el porqué de mi camino como educador y formador de jóvenes. Lo único que me preocupa es que sus padres no les permitan seguir creciendo por miedo a que experimenten el riesgo verdadero que implica estar vivos.

El surrealismo de México se expresa en las diversas realidades que existen en el país. La profunda desigualdad en la que estamos sumidos hace que tengamos distintas formas de vida en una misma extensión territorial. Los de arriba ignoran la situación de los de abajo. Estas afirmaciones las comprobé el domingo cuando, como profesor, llevé a un grupo de estudiantes de preparatoria con altos recursos a vender productos al tianguis de Los Olivos para recaudar fondos con la finalidad de realizar un viaje que fomentará su crecimiento en la formación cultural, humana y espiritual. Yo pensé que sería fácil dirigirlos, mis intuiciones vagas nacían de su perfil y de su edad porque creía que comprendían el funcionamiento real del trabajo y del mercado, y que eran un poco independientes, pero me llevé una grata sorpresa que comprueba la aseveración de que la realidad supera a la ficción.

El perfil de estos buenos jóvenes es empresarial, lo denotan sus conversaciones frecuentes que se centran en inversiones, empresa, etc. Les es sumamente atractivo el desarrollo de habilidades técnicas para hacer dinero. Invadidos de contenidos culturales con influencers y cursos en línea que les explican el funcionamiento del mercado, se consideran capaces de emprender negocios e inmiscuirse en las nuevas tecnologías para lograr sus objetivos. Al conocer tanta información sobre finanzas, administración y dirección de empresas, pensé que eran aptos para ser buenos comerciantes y diseñar un buen plan de negocios que les ayudaría a obtener muchos recursos, pero al enfrentarse a un mundo desconocido para ellos, propio de la mayoría del país, en donde reinan la audacia, la astucia, la diligencia y la perspicacia, sus teorías y competencias fueron desafiadas y derrumbadas. El verdadero Hermosillo los retó y demostró que la vida y el mercado son más complejos de lo que parlotean los sabelotodo de Tik Tok e Instagram.

La primera decepción se dio cuando llegamos con una camioneta cargada de ropa al punto de venta. Eran las 7:00 am. La intención de llegar tan temprano en domingo tenía como finalidad alcanzar a venderle productos a los revendedores tianguistas que pelean con rebajas cada pieza como si defendieran su vida misma. Los muchachos descargaron la inmensa cantidad de ropa intentando distribuirla en mesas para hacer un acomodo digno de un puesto de tianguis. Doña Delia se acercó con nosotros, es una cacique simpática del lugar. La fuerte señora tiene alrededor de 70 años, sus facciones denotaban una vida de trabajo y esfuerzo, su lenguaje demostraba la vitalidad del Sonora profundo, tierra de trabajo y reciedumbre. Se presentó ante los “muchachitos” y nos cobró una renta, nos advirtió con una voz profunda y sabia: “cuídense de las ratas porque abundan”. Un consejo que agradecieron los jóvenes vendedores pero que no supieron poner en práctica. Cuando doña Delia se alejó, llegaron los comerciantes más aguerridos, los tianguistas. Acelerados invadieron el puesto y tomaron grandes cantidades de prendas, estábamos sobrepasados, intenté organizar a mis alumnos, pero la situación nos abrumó, no sabían cómo mantener la furia de unas 20 personas que los acosaban con preguntas aceleradas sobre el costo y ofrecían ofertas desganadas. Paralizados, no supieron dar respuesta. Entré en acción intentando estructurar a la gente, mi experiencia en esos comercios no es amplia, pero he estado en los tianguis más agresivos de la CDMX, lo que me validaba para entender que ante todo tienes que reflejar dureza y certeza para que no te coman vivo —como dice el dicho: “para cabrón, cabrón y medio”—. Logramos mantener el barco a flote, seguramente nos robaron altas cantidades, a pesar de ello el objetivo se cumplió porque conseguimos ganancias y la ola de euforia por parte de los habilidosos revendedores terminó.

Después de ese acontecimiento me percaté de algo: tenía que enseñarles las reglas básicas, no para los negocios, sino para enfrentar la vida real. Lo que nos faltó en esa primera experiencia fue carácter, ningún adolescente se atrevió a alzar la voz ni a dar respuesta a una problemática fatigosa. Creo que pocos habían convivido con el mundo real del trabajo y el comercio. Denoté que entendieron mi primer enseñanza a través de uno de esos sermones que cuando yo era estudiante repudiaba por parte mis maestros: “esto no es un taller de emprendimiento ni un curso de finanzas, esto es la vida o asumen con carácter el puesto o no venderemos nada”, les dije con un gesto vigoroso. La primera lección que aprendieron es que el dinero no se hace fácil y que las leyes del mercado no son justas porque intervienen los intereses personales que muchas veces se rigen por el egoísmo o la sagacidad. Me sentí orgulloso, por algo dicen que la educación de adolescentes es más gratificante que la remuneración económica, vi en ellos un aprendizaje, no sé si lo olvidarán cuando regresen a la superficialidad y a la superabundancia en donde todo es fácil y vacío.

Los clientes más nobles llegaron alrededor de las 9:00 am. Tuvimos una hora para intentar planear mejor el puesto antes de su llegada. Me sorprendió la facilidad con la que se hartaban de trabajar los alumnos y dejaban de doblar ropa para sentarse en la parte trasera de la camioneta a platicar. Siempre que estoy con estudiantes intento fomentar pláticas profundas sobre las preocupaciones existenciales que normalmente adormecen las redes sociales y el ambiente de frivolidad en el que se mueven. Hablamos de la madurez, de la muerte, de la caridad, de la fiesta, del amor, de la libertad, etc. Mi pasión por esos temas hace que me disperse y pierda la noción del tiempo, como Don Quijote, la lectura de los clásicos me ha convertido en un idealista y romántico que no distingue entre lo abstracto y lo concreto, a veces confundo lo ilusorio de lo real. Mi edad y mis aspiraciones también fomentan esa pequeña dosis de locura que me hace amar al mundo apasionadamente y buscar una existencia auténtica más allá de lo terrenal, por ello quiero que en mi epitafio escriban lo que Cervantes le expresó a su ingenioso hidalgo: “murió cuerdo y vivió loco”. Ante esa situación y, con conversaciones tan interesantes, me cansé de exigirles para que siguieran trabajando hasta que mi interior me reclamó y me dijo: “están acostumbrados a que nadie les exija con justicia, tengo que dejar el diálogo ocioso que libera al alma para ponerlos a trabajar de nuevo”.

La resistencia de hacer las cosas bien era grande porque simulaban trabajar y, con fugacidad, huían de las responsabilidades hasta que los clientes llegaron y no tuvieron escapatoria. Con más calma y con una experiencia que les precedía, lo hicieron mejor. Con sus habituales inconstancias, dispersión e irresponsabilidad abandonaban el puesto al sentir un mínimo de cansancio y se refugiaban en su celular.

En ese tiempo sucedió un acontecimiento absurdo, dos hippies se estacionaron a un lado nuestro y bajaron una gran cantidad de ropa, pusieron un cartel en el que anunciaban que venderían todo a $10. Me asusté, entendí que nuestros competidores tenían todo para destruirnos. Como buena pareja bohemia se desesperaron ante la poca respuesta de los compradores y decidieron abandonar el trabajo para seguir fluyendo por la vida. Antes de irse se acercaron a nosotros con curiosidad y nos propusieron vendernos sus sacos de ropa a $100, con entusiasmo los estudiantes aceptaron. Hicieron su primera inversión real, usaron ganancias para comprar más ropa. No estaban invirtiendo en una cartera virtual de Wall Street con dinero ficticio, ni estaban apostando con riqueza de sus padres. De su propia mano y con su esfuerzo, por primera vez en su vida estaban realizando una inversión. La emoción los exaltó porque hicieron un buen trato. Espero que se acuerden de él para toda la vida para que cuando sientan la gratificación del éxito en un futuro —si es que no viene de las faldas de sus padres—, recuerden con humildad esta experiencia de la realidad.

Cuando las horas empezaron a pasar, la impaciencia, común en la inmadurez de los adolescentes, creció y lanzaron sin descanso las preguntas que más molestan a los padres y a los profesores: “¿Cuánto nos falta para irnos?”, “¿A qué hora vamos a terminar?”. Mi desesperación aumentó y puse como hora límite las 11:00 am. Llevábamos sólo 4 horas y su cerebro sobreestimulado les recriminaba pidiéndoles volver a su rutina habitual de una vida cómoda. Los adolescentes están convencidos de que los domingos son para ver el celular y para volcarse en la civilización banal del espectáculo promovida por la NFL. Ya no querían estar en el México real, se sentían distintos, fuera de su ambiente, debían regresar a la sequedad de una vida desmesurada.

Llegó la hora de levantar el changarro. Con lentitud recogimos todo porque estaban cansados. El cansancio no provenía de levantarnos temprano, era por la desvelada, pues algunos habían salido de farra el sábado por la noche. Enfrentaron en carne propia lo que es la contradicción de la adultez: la fiesta es efímera y fácil, el trabajo arduo y difícil, no se puede vivir para divertirse por siempre porque existen responsabilidades que limitan tus deseos y proyectos personales.

Al llegar a la casa desde donde organizamos todo, hicimos cuentas. Dejé que ellos realizarán el corte de caja, quería ver si las teorías pragmáticas del mundo empresarial difundidas por redes sociales que consumen por horas los habían capacitado para manejar recursos. Lo hicieron de forma regular, con algunas lagunas, pero al final se repartieron el dinero equitativamente. Se sorprendieron de las ganancias, no se imaginaban que ellos podían recaudar fondos por sí mismos. Antes de despedirlos, decidí explicarles cómo funcionó el negocio y les di retroalimentación. Sus ojos se iluminaron con mi discurso de cierre, les quise transmitir la realidad del país y de su ciudad, pero, sobre todo, el valor de la responsabilidad y del trabajo. “El trabajo forja el carácter. Nunca les han dado obligaciones. Están acostumbrados a que les faciliten la vida. Viven para la diversión, por eso son incapaces de ser independientes, auténticos y tomarse con seriedad sus compromisos. Esta experiencia es el inicio de una crisis humana y de madurez de la cual, si salen victoriosos, descubrirán el verdadero valor de las cosas. Es la hora de que se formen su recto criterio y luchen por adquirir las virtudes que los harán libres. Esto no lo hacemos sólo para conseguir dinero, lo hacemos para que aprendan a asumir responsabilidades por sus actos sin que nadie los rescate o les facilite el camino, de esta forma adquirirán carácter. Ya tienen la edad para definir quiénes son y hacia dónde quieren llegar. Salgan de su comodidad, no compren la idea de una vida superficial llena de falsas ilusiones. Llénense de locura y transformen la realidad porque para ser feliz no se necesita una vida cómoda sino un corazón enamorado”, pronuncié con entusiasmo, el espíritu idealista de Alonso Quijano se había apoderado de mí. Me percaté al finalizar el mensaje final que, como de costumbre, la pasión me había dominado.

Cuando se fueron, regresé a mi rutina de domingo. Al reflexionar me di cuenta de que ellos también me habían cambiado. Nació una nueva esperanza en mí porque pensé: “¡eureka!, sí es posible formarlos para que sean jóvenes solidarios con grandes ideales que transformen su ambiente. Hay esperanza en esta realidad tan compleja. Sacarlos de su comodidad a través del trabajo y los retos grandes es la clave para que hagan el bien”. Faltan muchas semanas para recaudar fondos con ellos, más experiencias extravagantes viviremos, pero por lo pronto, esa madrugada de trabajo con adolescentes en domingo me hizo resolver una crisis existencial al recordar el porqué de mi camino como educador y formador de jóvenes. Lo único que me preocupa es que sus padres no les permitan seguir creciendo por miedo a que experimenten el riesgo verdadero que implica estar vivos.

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