/ domingo 5 de mayo de 2024

Paréntesis | Un amigo que se marchó de la ciudad de cristal

A unos días del fallecimiento del Paul Auster el pasado 30 de abril, el escritor Iván Ballesteros evoca sus primeras lecturas, su salto de los clásicos a los autores vivos

El periodista español Jorge Carrión ha descrito a Paul Auster como el Julio Cortázar de la literatura norteamericana. A unos días de su fallecimiento ocurrido el pasado 30 de abril, el escritor Iván Ballesteros evoca sus primeras lecturas, su salto de los clásicos a los autores vivos que ampliaron su mirada hacia otros temas, formas y lenguajes.

“Estudié Literatura.” Con esta frase podría iniciar un stand up. No habría muchas risas, pero sí algunas carrasperas. Luego diría: “no he muerto de hambre”. La frase provocaría más que risa, acaso muecas, contracciones en algunos rostros del respetable. Alguien en el fondo oscuro de la sala reiría. Su sonrisa familiar: un amigo que vino a verme. Lo que sí daría algo de gracia a los presentes sería mi rostro. Mi introspección silenciosa hacia el público. “No he muerto de hambre, aún.” Diría como remate.

Tomé la decisión de estudiar Literatura el día que entré de oyente a clases en las que se hablaba sobre libros. Antes de eso estuve cinco semestres en la licenciatura de administración de empresas turísticas, donde me la pasaba de fiesta, es decir, genial. Sin embargo, las materias me importaban lo mismo que dos rebanadas de mortadela. No fui el mejor estudiante ni mucho menos en Letras. Lo que sí puedo decir es que ahí me sentía en casa. Los libros, si los colocas sobre una plataforma, abiertos del lado contrario a sus lomos, parecen casas de dos aguas. Hogares.

La muerte de un autor que se admira se siente así: como si un colega, se marchara de la ciudad / Foto: Cortesía / Paul Astor

Lee también: Paréntesis | La lectura: fuente de relaciones interculturales

Durante los cinco años en letras leí mucho, el canon, sobre todo. Hacia el último semestre estaba harto de los clásicos y empecé, en gran parte por una novela: Leviatán (1992) de Paul Auster, a leer a puros autores vivos. Duré con esa política una década. No me leía a nadie que ya estuviera del otro lado. Había sido suficiente. Leviatán me abrió a temas, a formas y a lenguajes literarios que comenzaban a configurarse hacia un siglo nuevo. La soledad, la poética, a veces violenta del azar y la errancia humana por un mundo-mercado lleno de productos y de gente me provocaron que rotara, por fin, a mirar, desde ángulos nuevos, descreídos, desacralizados, los pilares que estaban dejando de sostener a las sociedades abriéndose paso a la posmodernidad. Por esos días también me encontré con Thomas Pynchon y Enrique Vila-Matas. ¿Qué demonios pasó con la literatura total? Aquellos eran agujeros por los que se colaba la tradición literaria dejando ver otros panoramas y caminos que ya habían sido pavimentados por Kafka, Joyce, Nabokov y Woolf.

Para los lectores, sus autores predilectos se convierten en una voz interior con la que siempre se está dialogando. Algo muy parecido a la amistad. Por eso se les toma tanto cariño. Su estilo se convierte en un tono familiar, en una especie de tío que ofrece su particular visión del mundo al adolescente eterno que es el lector. La trilogía de Nueva York ya de plano me hice austero. Sobre todo, Ciudad de Cristal (1985). Esa intrincada historia donde Daniel Quinn se hace pasar, ni más ni menos, que por Paul Auster, adentrándose en una trama detectivesca, existencial y resbaladiza. Una trama que, para mi sorpresa, fue sacada de la realidad misma. Quinn, no me disculparé por los spoilers, camina por un Nueva York frío, como el de la canción ʹFamous Blue Raincoatʹ de Leonard Cohen. Quinn, como en la canción, vive con nada y su pasado es un fantasma que lo empuja a la vida como se empuja a alguien a las vías cuando el paso del tren es inminente. Al igual que Quinn, si algo me gustaba en los tiempos que descubrí a Auster era vagar. Y para vagar hace falta caminar. Caminar hasta acabarse los zapatos. Pero los libros, y sobre todo los libros de Auster, son tan potables, tan espectaculares en la presentación de escenarios, que en aquel entonces yo no caminaba por la Serdán, por la Olivares, por la Gustavo Muñoz en Hermosillo. Caminaba por puentes, por avenidas de la Babilonia contemporánea. Poco se ha hablado sobre esta gracia de Auster: la espacialidad, generalmente remitida a Brooklyn, con la que el narrador envuelve al lector.

Para los lectores, sus autores predilectos se convierten en una voz interior con la que siempre se está dialogando / Foto: Cortesía / Paul Auster

Es muy aburrido hablar sobre libros. Sin embargo, para los lectores es algo que monopoliza la charla y arruina las fiestas. Es quizá por esto que la muerte de un autor que se admira se siente así: como si un colega, con el que se arruinan las fiestas, se marchara de la ciudad. Un amigo con el que nos escribiremos mensajes esporádicos hasta que nosotros también abandonemos la villa.

No he leído Baumgartner (2023), su libro testamento, y ya extraño a mi tío, su tono familiar, que iré pronto por él. He leído que Auster escribió la mitad de la obra sabiendo que lo invadía una enfermedad mortal. He leído que el libro es un pasillo oscuro por el que todos tendremos que cruzar. Por lo demás, Auster ya nos había preparado para esto en los brillantes ensayos contenidos en La invención de la soledad (1990), que arranca, de manera demoledora, con un texto sobre la muerte de su padre, asesinado por su pareja, llamado Retrato de un hombre invisible.

Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.

La muerte de Auster se siente como la partida de un amigo a una ciudad remota. El amigo que se reía de tus chistes malos. El amigo que estaba ahí para hablar sobre libros, música y nada. El amigo con el que se podía caminar durante horas por una ciudad trazada con palabras y silencio. Quizá esto sea la verdadera trascendencia. Auster, a quien he estado repasando estos días de nostalgia, sigue aquí. Aunque, como dice en el arranque (los arranques de las novelas, de los ensayos de Auster son de los mejores que se hayan escrito, te toman del cuello y no te sueltan, te jalan al interior del libro) del segundo ensayo aparecido en La invención de la soledad: El libro de la memoria, donde dice:

Coloca una hoja en blanco sobre la mesa y escribe estas palabras con su pluma: Fue.

Nunca volverá a ser.

Ese mismo día, más tarde, regresa a su habitación. Coge otra hoja de papel, la coloca sobre la mesa frente a él y escribe hasta llenarla con palabras. Más tarde, cuando relee lo que ha escrito, le cuesta trabajo descifrar la letra y las pocas palabras que logra comprender no parecen expresar lo que pretendía decir. Entonces se va a comer.

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Esa noche se dice a sí mismo que mañana será otro día. Palabras nuevas comienzan a cobrar forma en su cabeza, pero no las escribe. Decide referirse a sí mismo como A. Va y viene de la mesa a la ventana, enciende la radio y enseguida la apaga. Fuma un cigarrillo.

Luego escribe: Fue. Nunca volverá a ser.

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El periodista español Jorge Carrión ha descrito a Paul Auster como el Julio Cortázar de la literatura norteamericana. A unos días de su fallecimiento ocurrido el pasado 30 de abril, el escritor Iván Ballesteros evoca sus primeras lecturas, su salto de los clásicos a los autores vivos que ampliaron su mirada hacia otros temas, formas y lenguajes.

“Estudié Literatura.” Con esta frase podría iniciar un stand up. No habría muchas risas, pero sí algunas carrasperas. Luego diría: “no he muerto de hambre”. La frase provocaría más que risa, acaso muecas, contracciones en algunos rostros del respetable. Alguien en el fondo oscuro de la sala reiría. Su sonrisa familiar: un amigo que vino a verme. Lo que sí daría algo de gracia a los presentes sería mi rostro. Mi introspección silenciosa hacia el público. “No he muerto de hambre, aún.” Diría como remate.

Tomé la decisión de estudiar Literatura el día que entré de oyente a clases en las que se hablaba sobre libros. Antes de eso estuve cinco semestres en la licenciatura de administración de empresas turísticas, donde me la pasaba de fiesta, es decir, genial. Sin embargo, las materias me importaban lo mismo que dos rebanadas de mortadela. No fui el mejor estudiante ni mucho menos en Letras. Lo que sí puedo decir es que ahí me sentía en casa. Los libros, si los colocas sobre una plataforma, abiertos del lado contrario a sus lomos, parecen casas de dos aguas. Hogares.

La muerte de un autor que se admira se siente así: como si un colega, se marchara de la ciudad / Foto: Cortesía / Paul Astor

Lee también: Paréntesis | La lectura: fuente de relaciones interculturales

Durante los cinco años en letras leí mucho, el canon, sobre todo. Hacia el último semestre estaba harto de los clásicos y empecé, en gran parte por una novela: Leviatán (1992) de Paul Auster, a leer a puros autores vivos. Duré con esa política una década. No me leía a nadie que ya estuviera del otro lado. Había sido suficiente. Leviatán me abrió a temas, a formas y a lenguajes literarios que comenzaban a configurarse hacia un siglo nuevo. La soledad, la poética, a veces violenta del azar y la errancia humana por un mundo-mercado lleno de productos y de gente me provocaron que rotara, por fin, a mirar, desde ángulos nuevos, descreídos, desacralizados, los pilares que estaban dejando de sostener a las sociedades abriéndose paso a la posmodernidad. Por esos días también me encontré con Thomas Pynchon y Enrique Vila-Matas. ¿Qué demonios pasó con la literatura total? Aquellos eran agujeros por los que se colaba la tradición literaria dejando ver otros panoramas y caminos que ya habían sido pavimentados por Kafka, Joyce, Nabokov y Woolf.

Para los lectores, sus autores predilectos se convierten en una voz interior con la que siempre se está dialogando. Algo muy parecido a la amistad. Por eso se les toma tanto cariño. Su estilo se convierte en un tono familiar, en una especie de tío que ofrece su particular visión del mundo al adolescente eterno que es el lector. La trilogía de Nueva York ya de plano me hice austero. Sobre todo, Ciudad de Cristal (1985). Esa intrincada historia donde Daniel Quinn se hace pasar, ni más ni menos, que por Paul Auster, adentrándose en una trama detectivesca, existencial y resbaladiza. Una trama que, para mi sorpresa, fue sacada de la realidad misma. Quinn, no me disculparé por los spoilers, camina por un Nueva York frío, como el de la canción ʹFamous Blue Raincoatʹ de Leonard Cohen. Quinn, como en la canción, vive con nada y su pasado es un fantasma que lo empuja a la vida como se empuja a alguien a las vías cuando el paso del tren es inminente. Al igual que Quinn, si algo me gustaba en los tiempos que descubrí a Auster era vagar. Y para vagar hace falta caminar. Caminar hasta acabarse los zapatos. Pero los libros, y sobre todo los libros de Auster, son tan potables, tan espectaculares en la presentación de escenarios, que en aquel entonces yo no caminaba por la Serdán, por la Olivares, por la Gustavo Muñoz en Hermosillo. Caminaba por puentes, por avenidas de la Babilonia contemporánea. Poco se ha hablado sobre esta gracia de Auster: la espacialidad, generalmente remitida a Brooklyn, con la que el narrador envuelve al lector.

Para los lectores, sus autores predilectos se convierten en una voz interior con la que siempre se está dialogando / Foto: Cortesía / Paul Auster

Es muy aburrido hablar sobre libros. Sin embargo, para los lectores es algo que monopoliza la charla y arruina las fiestas. Es quizá por esto que la muerte de un autor que se admira se siente así: como si un colega, con el que se arruinan las fiestas, se marchara de la ciudad. Un amigo con el que nos escribiremos mensajes esporádicos hasta que nosotros también abandonemos la villa.

No he leído Baumgartner (2023), su libro testamento, y ya extraño a mi tío, su tono familiar, que iré pronto por él. He leído que Auster escribió la mitad de la obra sabiendo que lo invadía una enfermedad mortal. He leído que el libro es un pasillo oscuro por el que todos tendremos que cruzar. Por lo demás, Auster ya nos había preparado para esto en los brillantes ensayos contenidos en La invención de la soledad (1990), que arranca, de manera demoledora, con un texto sobre la muerte de su padre, asesinado por su pareja, llamado Retrato de un hombre invisible.

Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.

La muerte de Auster se siente como la partida de un amigo a una ciudad remota. El amigo que se reía de tus chistes malos. El amigo que estaba ahí para hablar sobre libros, música y nada. El amigo con el que se podía caminar durante horas por una ciudad trazada con palabras y silencio. Quizá esto sea la verdadera trascendencia. Auster, a quien he estado repasando estos días de nostalgia, sigue aquí. Aunque, como dice en el arranque (los arranques de las novelas, de los ensayos de Auster son de los mejores que se hayan escrito, te toman del cuello y no te sueltan, te jalan al interior del libro) del segundo ensayo aparecido en La invención de la soledad: El libro de la memoria, donde dice:

Coloca una hoja en blanco sobre la mesa y escribe estas palabras con su pluma: Fue.

Nunca volverá a ser.

Ese mismo día, más tarde, regresa a su habitación. Coge otra hoja de papel, la coloca sobre la mesa frente a él y escribe hasta llenarla con palabras. Más tarde, cuando relee lo que ha escrito, le cuesta trabajo descifrar la letra y las pocas palabras que logra comprender no parecen expresar lo que pretendía decir. Entonces se va a comer.

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Esa noche se dice a sí mismo que mañana será otro día. Palabras nuevas comienzan a cobrar forma en su cabeza, pero no las escribe. Decide referirse a sí mismo como A. Va y viene de la mesa a la ventana, enciende la radio y enseguida la apaga. Fuma un cigarrillo.

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