/ jueves 13 de septiembre de 2018

Cruzando líneas | El 9/11: El día que el dolor doblegó al gigante

Hace 17 años, la moral del país se derrumbó junto con las Torres Gemelas. Era el 11 de septiembre de 2001 y el terrorismo le dio a Estados Unidos en donde más le dolía: Su pueblo y su patria.

Casi tres mil personas murieron, pero fueron millones las víctimas: los que lo perdieron todo, los que enterraron a los suyos, los que vieron la muerte de frente, los que contaron la historia, los que rescataron y los que aún necesitan ser salvados. Nada fue igual… nada.

Además de las pérdidas humanas, desapareció la confianza. El país que por décadas se había jactado de ser una potencia mundial, casi intocable un poco más impenetrable, se había convertido en el blanco. No había muro ni soldado que pudiera protegerlo. Estaba desnudo, expuesto, adolorido y de luto: vulnerable. Pero jamás estuvo indefenso. El dolor unió a una nación siempre dividida por la política, la religión y la historia. La impotencia los hizo volver a ser patriotas, pero no de aparador, sino de gestión.

Ahí es cuando surge el cambio. El luto se transformó en acción y ésta en legislación. Estados Unidos construyó una muralla a través de estrictas regulaciones y extremas precauciones. Los aeropuertos se convirtieron en fortalezas con detectores de explosivos, metal y peligrosidad. Los puertos de entrada en la inquisición migratoria moderna. Se cometieron crímenes e injusticias en nombre de la democracia, todo por no volver a pasar el miedo de caer de rodillas frente al enemigo. Nada era suficiente para calmar los recuerdos de los desplomes y los aviones estrellados, de los cientos y cientos de muertos y las lágrimas de los que sobrevivieron. Fue duro, muy duro.

En la cacería por los culpables también pagaron justos por pecadores. Un delirio de persecución se apoderó de las autoridades que restringieron más el acceso –incluso legal– al país. Se crearon agencias y se mudaron cabecillas. Todo para crear una nueva burbuja que nos protegiera. Pero el miedo canijo nunca se ha ido. Las teorías sobre conspiraciones desvelaban la siempre existente complicidad entre los intereses particulares y el Gobierno. Pero nada aliviaba el dolor; nada. El mundo se había estremecido con nosotros; habían atacado al gigante en su casa y había caído en su tierra. Nadie era ya todopoderoso. El dolor había conseguido doblegarlo.

Ese día cambió la historia y se marcó una generación que había reconocido la mirada del miedo y se había quitado la venda del falso sentimiento de seguridad que imperaba en el país. Antes, se lo creía uno todo; ahora, ya no. Fue una llamada de alerta que hasta hoy sigue sangrando. Por qué esa herida fue hecha por unos extranjeros que estigmatizaron a los migrantes; unos foráneos naturalizados que pusieron en jaque los valores americanos; por unos impostores que satanizaron a los de afuera. El pánico se disfrazó de intolerancia y la unidad del dolor se disolvió hasta convertirse en estandarte de campañas presidenciales.

Ahora estamos aquí, casi dos décadas después, con un reconstruyendo un país que no puede olvidar y el Gobierno haciendo de todo para que vuelva a desplomarse. Es una ironía.

Maritza L. Félix. Periodista, escritora y amante de las letras.

Correo: maritzalizethfelix@gmail.com

Twitter: @maritzalfelix

Hace 17 años, la moral del país se derrumbó junto con las Torres Gemelas. Era el 11 de septiembre de 2001 y el terrorismo le dio a Estados Unidos en donde más le dolía: Su pueblo y su patria.

Casi tres mil personas murieron, pero fueron millones las víctimas: los que lo perdieron todo, los que enterraron a los suyos, los que vieron la muerte de frente, los que contaron la historia, los que rescataron y los que aún necesitan ser salvados. Nada fue igual… nada.

Además de las pérdidas humanas, desapareció la confianza. El país que por décadas se había jactado de ser una potencia mundial, casi intocable un poco más impenetrable, se había convertido en el blanco. No había muro ni soldado que pudiera protegerlo. Estaba desnudo, expuesto, adolorido y de luto: vulnerable. Pero jamás estuvo indefenso. El dolor unió a una nación siempre dividida por la política, la religión y la historia. La impotencia los hizo volver a ser patriotas, pero no de aparador, sino de gestión.

Ahí es cuando surge el cambio. El luto se transformó en acción y ésta en legislación. Estados Unidos construyó una muralla a través de estrictas regulaciones y extremas precauciones. Los aeropuertos se convirtieron en fortalezas con detectores de explosivos, metal y peligrosidad. Los puertos de entrada en la inquisición migratoria moderna. Se cometieron crímenes e injusticias en nombre de la democracia, todo por no volver a pasar el miedo de caer de rodillas frente al enemigo. Nada era suficiente para calmar los recuerdos de los desplomes y los aviones estrellados, de los cientos y cientos de muertos y las lágrimas de los que sobrevivieron. Fue duro, muy duro.

En la cacería por los culpables también pagaron justos por pecadores. Un delirio de persecución se apoderó de las autoridades que restringieron más el acceso –incluso legal– al país. Se crearon agencias y se mudaron cabecillas. Todo para crear una nueva burbuja que nos protegiera. Pero el miedo canijo nunca se ha ido. Las teorías sobre conspiraciones desvelaban la siempre existente complicidad entre los intereses particulares y el Gobierno. Pero nada aliviaba el dolor; nada. El mundo se había estremecido con nosotros; habían atacado al gigante en su casa y había caído en su tierra. Nadie era ya todopoderoso. El dolor había conseguido doblegarlo.

Ese día cambió la historia y se marcó una generación que había reconocido la mirada del miedo y se había quitado la venda del falso sentimiento de seguridad que imperaba en el país. Antes, se lo creía uno todo; ahora, ya no. Fue una llamada de alerta que hasta hoy sigue sangrando. Por qué esa herida fue hecha por unos extranjeros que estigmatizaron a los migrantes; unos foráneos naturalizados que pusieron en jaque los valores americanos; por unos impostores que satanizaron a los de afuera. El pánico se disfrazó de intolerancia y la unidad del dolor se disolvió hasta convertirse en estandarte de campañas presidenciales.

Ahora estamos aquí, casi dos décadas después, con un reconstruyendo un país que no puede olvidar y el Gobierno haciendo de todo para que vuelva a desplomarse. Es una ironía.

Maritza L. Félix. Periodista, escritora y amante de las letras.

Correo: maritzalizethfelix@gmail.com

Twitter: @maritzalfelix