/ jueves 24 de diciembre de 2020

Cruzando líneas | Mi milagro de Navidad

SONORA.- Lupita se murió casi de repente; el mejor amigo de mi tío, el “Fifi”, también. La vecina se nos fue en menos de cinco días y la tía de la conocida se adelantó en un hospital de Nogales… todos de Covid, ese virus maldito en el que pocos creían cuando empezó el año. Hoy es distinto. Mi pueblo mágico sale de un luto para entrar a otro. Así está todo México. Así está el mundo.

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Entierran a muchos y cada vez más seguido; son tantos, que el miedo se siente como si estuviera suspendido en el aire. El coronavirus ha puesto en pausa la vida, las fiestas y la indiferencia. Hace un año calaba el frío y la violencia, ahora es más la impotencia y todos los hubiera.

Y si el duelo no fuera suficiente, llegó Navidad con frente frío… y no hay abrazos ni tardes de poltronas con cafés platicadores, no hay reuniones familiares de abuelos atiborrando a las nuevas generaciones de recuerdos, no hay contacto humano ni sonrisas descaradas; no, esos son lujos que en una pandemia salen muy caros.

¡Cómo ha cambiado todo en un año! ¡Qué suerte teníamos y no lo sabíamos!

La Navidad pasada fue tan grata que hasta hubo banda, sí, música en vivo y mucho taconeo. Las carcajadas calentaban mi hogar y los abrazos sobraban. Bailamos, cantamos, brindamos y nos amanecimos hasta que llegó Santa. Fue una celebración excepcional, como si sospecháramos que sería la última en la que pudiéramos derrochar calor humano. Pero no lo sabíamos. Estuvimos en la gloria sin poder reconocerlo.

Esta noche será distinto. Somos muy pocos y cabremos en la mesa sin necesidad de apretujarnos. Somos los que tenemos que ser, aunque quisiéramos que estuvieran otros más; qué daríamos por compartir la cena con esos que hemos —y nos han— adoptado y a todos los que amamos a los cuatro vientos o en silencio. Pero no se puede, quién sabe hasta cuándo se podrá.

Pero están ellos, los míos, y yo tengo una suerte enorme de estar aquí: dos semanas de aislamiento, dos pruebas negativas, un viaje sin escalas y cuarentena obligada. Juntos, como hace tanto. Pensé que no lo lograríamos. Tuve miedo también: ¿y si no puedo?, ¿y si no debo?

Esta mañana, la cocina huele a pavo con achiote y buñuelos, a tamales recién cocidos y chocolate caliente… a pesar de la pandemia, a mi madre no se le quita la costumbre de cocinar para un ejército. Todos seguimos en pijamas y bromeamos tomando café. Uno pica, otro lava; por allá uno corretea niños y por acá otro envuelve regalos. Estamos todos y estamos bien. En realidad, este es un día extraordinario, es mi milagro de Navidad, es mi luz en la pandemia y el amor que me hacía falta para hacer las paces con el 2020. Esto es por lo que soy y daré siempre gracias.

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Tengo suerte; mucha. Aquí en mi casa, en mi pueblo, hay magia. Desde este lugar en donde se alborota el corazón y se sanan almas, les deseo una muy feliz Navidad.

SONORA.- Lupita se murió casi de repente; el mejor amigo de mi tío, el “Fifi”, también. La vecina se nos fue en menos de cinco días y la tía de la conocida se adelantó en un hospital de Nogales… todos de Covid, ese virus maldito en el que pocos creían cuando empezó el año. Hoy es distinto. Mi pueblo mágico sale de un luto para entrar a otro. Así está todo México. Así está el mundo.

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Entierran a muchos y cada vez más seguido; son tantos, que el miedo se siente como si estuviera suspendido en el aire. El coronavirus ha puesto en pausa la vida, las fiestas y la indiferencia. Hace un año calaba el frío y la violencia, ahora es más la impotencia y todos los hubiera.

Y si el duelo no fuera suficiente, llegó Navidad con frente frío… y no hay abrazos ni tardes de poltronas con cafés platicadores, no hay reuniones familiares de abuelos atiborrando a las nuevas generaciones de recuerdos, no hay contacto humano ni sonrisas descaradas; no, esos son lujos que en una pandemia salen muy caros.

¡Cómo ha cambiado todo en un año! ¡Qué suerte teníamos y no lo sabíamos!

La Navidad pasada fue tan grata que hasta hubo banda, sí, música en vivo y mucho taconeo. Las carcajadas calentaban mi hogar y los abrazos sobraban. Bailamos, cantamos, brindamos y nos amanecimos hasta que llegó Santa. Fue una celebración excepcional, como si sospecháramos que sería la última en la que pudiéramos derrochar calor humano. Pero no lo sabíamos. Estuvimos en la gloria sin poder reconocerlo.

Esta noche será distinto. Somos muy pocos y cabremos en la mesa sin necesidad de apretujarnos. Somos los que tenemos que ser, aunque quisiéramos que estuvieran otros más; qué daríamos por compartir la cena con esos que hemos —y nos han— adoptado y a todos los que amamos a los cuatro vientos o en silencio. Pero no se puede, quién sabe hasta cuándo se podrá.

Pero están ellos, los míos, y yo tengo una suerte enorme de estar aquí: dos semanas de aislamiento, dos pruebas negativas, un viaje sin escalas y cuarentena obligada. Juntos, como hace tanto. Pensé que no lo lograríamos. Tuve miedo también: ¿y si no puedo?, ¿y si no debo?

Esta mañana, la cocina huele a pavo con achiote y buñuelos, a tamales recién cocidos y chocolate caliente… a pesar de la pandemia, a mi madre no se le quita la costumbre de cocinar para un ejército. Todos seguimos en pijamas y bromeamos tomando café. Uno pica, otro lava; por allá uno corretea niños y por acá otro envuelve regalos. Estamos todos y estamos bien. En realidad, este es un día extraordinario, es mi milagro de Navidad, es mi luz en la pandemia y el amor que me hacía falta para hacer las paces con el 2020. Esto es por lo que soy y daré siempre gracias.

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Tengo suerte; mucha. Aquí en mi casa, en mi pueblo, hay magia. Desde este lugar en donde se alborota el corazón y se sanan almas, les deseo una muy feliz Navidad.