11:15 a.m.
“Qué calor, ¿verdad? Hijo de su madre, de veras que cada año se deja venir más fuerte. Hasta parece que nos trae coraje el sol, ¿no? Pero pues hay que darle, no hay de otra, ¿o qué?”
La señora le sonríe tímidamente al hombre de edad imprecisable. Perfectamente podría tener treinta, cuarenta, cincuenta años. ¿Cuánto tiempo le toma al sol hacer esos relieves en una epidermis? El hombre no sonríe, o quizá lo hace con una discreción tal que sus labios no alcanzan a asomar por debajo de un bigote tan tupido que puede recordar a Stalin o, si uno es más joven o menos denso, al plomero más famoso del mundo, un tal Mario. El hombre que puede estar o no sonriendo saca una toalla del tamaño de una hoja carta y seca el sudor que le corre desde las cejas hasta los pómulos, el sudor que le barniza una nuca tostada por canículas innumerables, el sudor que se desliza en un circuito de toboganes por detrás de sus orejas hasta el hueco debajo del cartílago cricoides, de ahí al esternón, a las axilas, el pecho, la barriga inflamada por una dieta rica en todo lo nocivo. La toalla miniatura seca y seca y se empapa como una esponja lavatrastes antes de que el hombre la deje reposar sobre su hombro derecho, y vuelva a decir ante el silencio de la mujer: “no, de veras, qué calorón”.
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11:32 a.m.
Nombramos al calor como los esquimales nombran la nieve: con un centenar de matices y vocablos que lo distinguen y lo categorizan. Lo hacemos como ellos porque nuestro calor es como su nieve: una realidad casi perpetua. Resolana, solazo, calorcito, calorón, canícula, soleado, sofocado, pura lumbre. Contenemos en el lenguaje el meteoro y buscamos infructuosamente dar cuenta del fenómeno totalizante del calor que nos sucede de forma simultánea en la piel y en el ánimo. El calor en el lenguaje. El calor en el imaginario del calor. Rulfo captura el calor en fotografías hechas con lenguaje: El llano en llamas. Leemos el título y entendemos como nadie ese calor. Leemos los relatos y percibimos su temperatura. ¿Habrá conocido Rulfo el desierto de Sonora? ¿Se habrá limpiado el sudor con una toalla del tamaño de las hojas en las que escribió Pedro Páramo? Mi imaginación y yo convenimos en que no hay pueblo que tenga un nombre más caliente que Comala, y lo acordamos porque nuestra abuela en común nos calentaba las tortillas allá en Etchojoa en una plancha de metal negro que se llamaba Comal. Comala forzosamente es un pueblo que quema de tan caliente.
12:05 p.m.
El parián es un lugar frenético los lunes por la mañana. Un hormiguero enfebrecido por la actividad de las obreras no sería un símil descabellado. Un entomólogo hábil pudiera contarnos las diferencias entre los centenares de hormigas de ese hormiguero hipotético para que pudiéramos continuar el símil con el parián de la realidad: hormigas de mediana edad que regresan del mercado municipal con una bolsa en la que danzan calabacitas, zanahorias, papas, ejotes y un repollo que junto a tres elotes todavía sin deshojar se dirigen al patíbulo donde encontrarán su último nicho: una olla de cocido. Es verano y estamos a más de cuarenta grados: es menester hacer cocido. La hormiga se cruza con otra que recorre las banquetas ofertando queso con chiltepín, jamoncillos, pepitorias y obleas, con otra muy jovencita que trabaja en una tienda de mochilas pero también en la boutique que está una cuadra y media más allá y cada cierto tiempo debe correr los doscientos metros que separan ambos locales para buscar un objeto que la marchanta solicita en el lugar equivocado. No se pierde la venta por el calor flamígero que la escolta.
12:17 p.m.
¿De verdad alguna entidad cósmica nos tendrá tanto coraje? Difícil entender que no cuando el calor se ensaña sobre la piel enrojecida y sudorosa y el sol nos da esos piquetes como aguijonazos rencorosos que desde finales de mayo hasta mediados de octubre nos corretean de la casa al trabajo y de regreso y en cada vuelta que la vida nos hace dar más allá de la burbuja de privilegio en la que habitamos: los doce o veinte o equis metros cuadrados que somos capaces de refrigerar debajo de los veinticuatro grados para habitar el mundo y cumplir nuestras funciones más o menos cabalmente. Pero pues hay que darle, no hay de otra. Aunque yo todavía no sepa qué es lo que hay que darle, o a quién hay que dárselo, o si verdaderamente no hay de otra. Con tanto calor, imposible pensar.
Gerardo H. Jacobo (Valle del Mayo, Sonora, 1982) Narrador, cantinero y papá. Ha publicado las novelas Dos píldoras azules y Crucigrama; los libros de relatos Ficciones de ocasión y Fotografías de hombres solos y mujeres inventadas; y el plaquette de poesía Catálogo de lo imposible. Ganador del Concurso del Libro Sonorense ediciones 2006 y 2010 en el género Novela; 2016 y 2019 en el género Cuento. En 2013 obtuvo el galardón de Cuento del Concurso Regional Ciudad de la Paz, convocado por FORCA Noroeste. Defensor insobornable de las causas perdidas y el pan dulce con café.