/ jueves 2 de mayo de 2019

Cruzando líneas | La extinción de la inocencia

Arizona.- ¿Qué quieres ser cuando seas grande?, le pregunté a un niño migrante que tiene apenas meses viviendo en Estados Unidos. Legal —respondió. No la pensó ni titubeó. No hubo emoción en su rostro ni ilusión en su mirada. Tiene 7 años y sus ojos parecen de acero. No hay rastro de la ingenuidad o el miedo que se delataban en su carita morena hace menos de un año que lo entrevisté. Ahora tiene rasgos duros que contrastan con su corta edad. Ramón, o “Ray” como le dicen ahora, es la prueba de la acelerada y obligada extinción de la inocencia.

Lo conocí en el verano del año pasado en una estación de autobuses en Phoenix; estaba con una tía que se resistía a contar su historia. La hondureña tenía mucho miedo de que le quitaran al niño. Huía de las cámaras y los micrófonos; solo quería irse lejos, no supe a dónde, porque su silencio fue tajante. Ramón era distinto. Se sentía de vacaciones, pero no sabía si de gusto o de susto. Entonces tenía 6 años y era la primera vez que probaba una “cajita feliz”; se la habían regalado los voluntarios que estaban socorriendo a los migrantes desplazados en medio de la política de cero tolerancia del presidente Trump.

Pensé que no lo volvería a ver.

En ese entonces, Ramón quería ser dentista, porque a su abuelita en Honduras le dolían mucho las muelas. Nueve meses después, “Ray” solo quiere ser “legal”. No sueña con profesiones, sino que lo mueve la urgencia por papeles.

Me lo encontré en el hospital. A él no le dolía nada; a mí, todo. Iba acompañando a una señora, me dijo. No alcancé a ver si era cierto. Le pregunté por su tía y me contó que se fueron juntos, pero él volvió. No dio más detalles. Era muy difícil sacarle las palabras, a tirabuzón, pero él fue quien me reconoció y me saludó. Yo lo vi muy diferente, como un hombrecito.

Ahora sonríe poco y tiene el ceño fruncido marcado. Trae ropa nueva y unos tenis blancos impecables; tiene el cabello corto y las uñas limpias. Me causó gracia cuando le escuché un “huuummm”, queriendo darme entender que ya habla inglés.

Quise saber dónde vivía, si estudiaba, quién lo cuidaba, si había ido a Corte, quién lo vestía y si hablaba con su abuelita, qué había sido de su mamá, pero no soltó prenda. “De esas cosas no se habla con periodistas”, sentenció. No sé quién le habría dado ese consejo. “¿Y con quién sí?”, cuestioné. “Entre nosotros y nada más”. No supe quiénes eran nosotros.

Le regalé una paleta que me acababa de dar una enfermera. “Feliz Día del Niño”, expresé y le di un abrazo, mientras me llamaban para entrar al quirófano. No se movió. Su cuerpo parecía una tabla. Le hice cosquillas en el costado y soltó una carcajada auténtica. Vi un destello de infancia en sus ojos, pero fue muy corto. Recuperó inmediatamente la compostura. Fue una chispa donde antes hubo un incendio. Las cenizas se convirtieron en ojeras. Sus parpadeos abanicaron la desesperanza.

No hubo promesas de despedida. Me deseó suerte y yo hice lo mismo.

No sé si “Ray” perdió la inocencia o se la robaron; no sé si sigue soñando o lo atormentan los silencios. Para el Gobierno, Ramón es un menor; para la sociedad, un migrante; para los hondureños, un desplazado; para mí, un pequeño que dejó de ser niño.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con más de 15 años de experiencia. Ha ganado múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.

@MaritzaLFelix

Arizona.- ¿Qué quieres ser cuando seas grande?, le pregunté a un niño migrante que tiene apenas meses viviendo en Estados Unidos. Legal —respondió. No la pensó ni titubeó. No hubo emoción en su rostro ni ilusión en su mirada. Tiene 7 años y sus ojos parecen de acero. No hay rastro de la ingenuidad o el miedo que se delataban en su carita morena hace menos de un año que lo entrevisté. Ahora tiene rasgos duros que contrastan con su corta edad. Ramón, o “Ray” como le dicen ahora, es la prueba de la acelerada y obligada extinción de la inocencia.

Lo conocí en el verano del año pasado en una estación de autobuses en Phoenix; estaba con una tía que se resistía a contar su historia. La hondureña tenía mucho miedo de que le quitaran al niño. Huía de las cámaras y los micrófonos; solo quería irse lejos, no supe a dónde, porque su silencio fue tajante. Ramón era distinto. Se sentía de vacaciones, pero no sabía si de gusto o de susto. Entonces tenía 6 años y era la primera vez que probaba una “cajita feliz”; se la habían regalado los voluntarios que estaban socorriendo a los migrantes desplazados en medio de la política de cero tolerancia del presidente Trump.

Pensé que no lo volvería a ver.

En ese entonces, Ramón quería ser dentista, porque a su abuelita en Honduras le dolían mucho las muelas. Nueve meses después, “Ray” solo quiere ser “legal”. No sueña con profesiones, sino que lo mueve la urgencia por papeles.

Me lo encontré en el hospital. A él no le dolía nada; a mí, todo. Iba acompañando a una señora, me dijo. No alcancé a ver si era cierto. Le pregunté por su tía y me contó que se fueron juntos, pero él volvió. No dio más detalles. Era muy difícil sacarle las palabras, a tirabuzón, pero él fue quien me reconoció y me saludó. Yo lo vi muy diferente, como un hombrecito.

Ahora sonríe poco y tiene el ceño fruncido marcado. Trae ropa nueva y unos tenis blancos impecables; tiene el cabello corto y las uñas limpias. Me causó gracia cuando le escuché un “huuummm”, queriendo darme entender que ya habla inglés.

Quise saber dónde vivía, si estudiaba, quién lo cuidaba, si había ido a Corte, quién lo vestía y si hablaba con su abuelita, qué había sido de su mamá, pero no soltó prenda. “De esas cosas no se habla con periodistas”, sentenció. No sé quién le habría dado ese consejo. “¿Y con quién sí?”, cuestioné. “Entre nosotros y nada más”. No supe quiénes eran nosotros.

Le regalé una paleta que me acababa de dar una enfermera. “Feliz Día del Niño”, expresé y le di un abrazo, mientras me llamaban para entrar al quirófano. No se movió. Su cuerpo parecía una tabla. Le hice cosquillas en el costado y soltó una carcajada auténtica. Vi un destello de infancia en sus ojos, pero fue muy corto. Recuperó inmediatamente la compostura. Fue una chispa donde antes hubo un incendio. Las cenizas se convirtieron en ojeras. Sus parpadeos abanicaron la desesperanza.

No hubo promesas de despedida. Me deseó suerte y yo hice lo mismo.

No sé si “Ray” perdió la inocencia o se la robaron; no sé si sigue soñando o lo atormentan los silencios. Para el Gobierno, Ramón es un menor; para la sociedad, un migrante; para los hondureños, un desplazado; para mí, un pequeño que dejó de ser niño.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con más de 15 años de experiencia. Ha ganado múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.

@MaritzaLFelix