/ jueves 13 de diciembre de 2018

Cruzando líneas | Un pueblo secuestrado por el miedo



Arizona.- En la noche retumban los disparos como si fueran fuegos artificiales en pleno día festivo. ¿Será en el cerro o en el río? ¿Ahora dónde? La gente ya no se pregunta qué está pasando: Lo saben y se callan. Otra balacera muy cerquita de sus casas. Así se vive ahora mi Magdalena de Kino, Sonora.

En el día se oyen los motores rugir y la música “alterada”; luego las ráfagas, el olor a humo y las sirenas apuradas. Las balas vuelan sin buscar la complicidad de las sombras. Hoy los tiroteos se dan en la vía pública y en plena luz del sol. Hoy la sangre se derrama donde sea y enfrente de quien sea; los verdugos quieren testigos que los ayuden a propagar el terror. Así se controla ahora la plaza.

Esto es lo que sucede en los pueblos de Sonora, como el mío, que se han convertido en campos de batalla. Las organizaciones criminales se enfrentan con sangre por las plazas… y las autoridades, bueno, de esas uno no puede esperar nada. Ya no se sabe cuáles son los buenos y quiénes son los malos. Se parecen mucho, tanto, que es muy difícil diferenciarlos; sin embargo, a los policías los delata la pobreza y a los narcos la ropa de marca y que van mejor armados.

Antes, las luchas de poder eran sangrientas y crudas, pero discretas. Ahora son descaradas y estrepitosas. Como ejemplo el comando que paralizó a Magdalena apenas el martes. El conteo oficial da dos o tres muertos, que se suman a las decenas que desaparecen sin llegar nunca al expediente policiaco. En mi tierra se vive como en tiempos de guerra al estilo Colombia en los 80, pero nadie dice nada. El silencio es la mordaza del narco. Nadie ve, nadie oye, nadie cuenta. La única libertad es compartir videos en WhatsApp y encerrarse con doble llave.

No es que la violencia esté de moda, sino que ya es un estilo de vida. A todo se acostumbra uno. Las alertas por comandos o levantones son la norma; los robos y asaltos son tan comunes que de esos ya no hablamos. La zozobra es la nueva realidad para los míos. A ellos, los disparos no los asustan, le tienen más miedo a la impunidad.

En mi pueblo existe un silencioso toque de queda. Cae la noche y la gente se esconde. No quieren admitirlo en voz alta, porque sería como aceptar que están secuestrados por el miedo. No quieren que los confundan; les causa pavor quedarse atrapados en medio. Incluso el paisaje ha cambiado. Las casas ahora tienen más enrejado y han aumentado las cocheras cerradas. La violencia los ha obligado a cambiar; la falta de protección los ha forzado a construirse un caparazón de vidas a medias: siempre alertas, siempre en espera. Nadie, por más bueno, se salva.

A los nuestros que aún viven ahí solo les queda encomendarse a Dios y no provocar. No quieren que los usen de ejemplo ni de mensajeros. Quieren anonimato; quieren paz, pero no esa simulada que llega tras la tormenta de plomo, sino de la que te permite ir a misa y a las nieves a la plaza.

Pero el Gobierno no voltea a verlos; las autoridades parecen haber perdido –o cedido– el control; tampoco ven, oyen o dicen nada… incluso ellos tienen miedo.

Mi pueblo, como muchos otros de Sonora, está secuestrado por la violencia y nadie ha podido pagar el rescate.

Maritza L. Félix. Periodista, escritora y amante de las letras.

Twitter: @MaritzaLFelix

Correo: maritzalizethfelix@gmail.com



Arizona.- En la noche retumban los disparos como si fueran fuegos artificiales en pleno día festivo. ¿Será en el cerro o en el río? ¿Ahora dónde? La gente ya no se pregunta qué está pasando: Lo saben y se callan. Otra balacera muy cerquita de sus casas. Así se vive ahora mi Magdalena de Kino, Sonora.

En el día se oyen los motores rugir y la música “alterada”; luego las ráfagas, el olor a humo y las sirenas apuradas. Las balas vuelan sin buscar la complicidad de las sombras. Hoy los tiroteos se dan en la vía pública y en plena luz del sol. Hoy la sangre se derrama donde sea y enfrente de quien sea; los verdugos quieren testigos que los ayuden a propagar el terror. Así se controla ahora la plaza.

Esto es lo que sucede en los pueblos de Sonora, como el mío, que se han convertido en campos de batalla. Las organizaciones criminales se enfrentan con sangre por las plazas… y las autoridades, bueno, de esas uno no puede esperar nada. Ya no se sabe cuáles son los buenos y quiénes son los malos. Se parecen mucho, tanto, que es muy difícil diferenciarlos; sin embargo, a los policías los delata la pobreza y a los narcos la ropa de marca y que van mejor armados.

Antes, las luchas de poder eran sangrientas y crudas, pero discretas. Ahora son descaradas y estrepitosas. Como ejemplo el comando que paralizó a Magdalena apenas el martes. El conteo oficial da dos o tres muertos, que se suman a las decenas que desaparecen sin llegar nunca al expediente policiaco. En mi tierra se vive como en tiempos de guerra al estilo Colombia en los 80, pero nadie dice nada. El silencio es la mordaza del narco. Nadie ve, nadie oye, nadie cuenta. La única libertad es compartir videos en WhatsApp y encerrarse con doble llave.

No es que la violencia esté de moda, sino que ya es un estilo de vida. A todo se acostumbra uno. Las alertas por comandos o levantones son la norma; los robos y asaltos son tan comunes que de esos ya no hablamos. La zozobra es la nueva realidad para los míos. A ellos, los disparos no los asustan, le tienen más miedo a la impunidad.

En mi pueblo existe un silencioso toque de queda. Cae la noche y la gente se esconde. No quieren admitirlo en voz alta, porque sería como aceptar que están secuestrados por el miedo. No quieren que los confundan; les causa pavor quedarse atrapados en medio. Incluso el paisaje ha cambiado. Las casas ahora tienen más enrejado y han aumentado las cocheras cerradas. La violencia los ha obligado a cambiar; la falta de protección los ha forzado a construirse un caparazón de vidas a medias: siempre alertas, siempre en espera. Nadie, por más bueno, se salva.

A los nuestros que aún viven ahí solo les queda encomendarse a Dios y no provocar. No quieren que los usen de ejemplo ni de mensajeros. Quieren anonimato; quieren paz, pero no esa simulada que llega tras la tormenta de plomo, sino de la que te permite ir a misa y a las nieves a la plaza.

Pero el Gobierno no voltea a verlos; las autoridades parecen haber perdido –o cedido– el control; tampoco ven, oyen o dicen nada… incluso ellos tienen miedo.

Mi pueblo, como muchos otros de Sonora, está secuestrado por la violencia y nadie ha podido pagar el rescate.

Maritza L. Félix. Periodista, escritora y amante de las letras.

Twitter: @MaritzaLFelix

Correo: maritzalizethfelix@gmail.com