/ viernes 26 de enero de 2024

Vidas y libros | Si me hubiera llamado Fernando

Mi vínculo con el beisbol empieza antes de que yo naciera. Mis padres, al elegir mi nombre, decidieron que si nacía el mismo día que el hijo de Fernando Valenzuela, me llamarían Fernando. De lo contrario, mi nombre sería Josué. En aquel lejano 1982, Valenzuela era el centro de todas las conversaciones. Estuve a punto de ser Fernando Barrera, lo que significa que casi fui alguien completamente diferente.

En mi niñez, el beisbol era parte del ambiente familiar. Desde pequeño asistía a los estadios, miraba los partidos en televisión o acompañaba a mi padre a escuchar la transmisión por el radio. La voz del comentarista en turno capturaba la emoción de estar en primera fila, admirando cada lanzamiento, cada jugada y las decisiones del ampayer.

Un poco más grande empezaron a fascinarme las cartas coleccionables de béisbol. En ellas aparecían las fotos de los jugadores de las Ligas Mayores, acompañadas de las estadísticas de sus carreras. Comprar la serie completa de cartas cada año, de la marca Topps, abrirlas, revisar el nombre de cada jugador y comparar con las de la temporada anterior, se convirtió en una tradición navideña. Por varios años, mi regalo de Navidad fueron las cartas de beisbol.

Estar expuesto a tantos rostros, nombres y estadísticas fortaleció mi memoria selectiva. Pronto me familiaricé con muchos jugadores, incluyendo el número de jonrones o hits que tenían. Por si fuera poco, cada fin de semana mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí a un parque público para practicar lanzamientos y bateo. Ante esto no fue extraño que decidiera entrar a jugar en ligas infantiles. Mis padres me inscribieron en un equipo y rápidamente fui a entrenar. Sin embargo, al poco tiempo me di cuenta que tenía dificultades para ver la bola, dudaba de su ubicación al lanzármela y no era el mejor bateador. Esto condujo a que me llevaran con un especialista, donde descubrí que tenía miopía y un astigmatismo severo.

Entonces mi padre me enseñó a registrar un box score, que es una tabla en donde se anotan todas las jugadas de un partido. Ya sea en vivo, por televisión o radio, debes estar atento a cada movimiento para anotarlo. Aprender a hacer esto durante mi etapa en la primaria permitió que mejorara significativamente mi concentración, memoria y habilidad para describir las jugadas a través de una serie de elementos establecidos.

Durante esa época empecé a explorar una revista de beisbol llamada Super Hit que mi papá conservaba. Me gustaban las estadísticas y los artículos sobre los jugadores populares de la época, pero lo que realmente capturó mi interés fue una sección dedicada a datos curiosos de la historia del beisbol. Descubrí hechos fascinantes, como el registro del juego más largo y la hazaña de un pitcher cubano que lanzó diez entradas con su brazo derecho y otras diez con el izquierdo. Fue así como, sin darme cuenta, desarrollé el gusto por la historia.

En la adolescencia mi interés por el beisbol empezó a disminuir. Llegó la música y con ella la literatura. Aunque todavía miraba algunos partidos y seguía ciertas estadísticas, mi conexión con el deporte no fue la misma. A pesar de esto, continué coleccionando periódicos con noticias destacadas, como el fallecimiento de Héctor Espino, los nuevos récord de jonrones o los equipos ganadores de las Series Mundiales.

El motivo de este relato es que, en la noche del jueves 24 de enero de este año, los Naranjeros de Hermosillo ganaron su decimoséptimo campeonato, convirtiéndose en el equipo de beisbol mexicano que más títulos. Admito que de toda la temporada sólo vi en directo la novena entrada de ese cuarto juego. Sin embargo, ver ganar al equipo de mi ciudad, ser testigo de la euforia de los aficionados y celebrar a la distancia con ellos, hizo que recordara mi relación con el beisbol.

Cada vez veo menos el beisbol. Lo sigo a través de los resúmenes y, en particular, mediante videos de jugadas destacadas que circulan en redes sociales. Ya no colecciono cartas de jugadores, pero me dedico a escribir biografías de escritores sonorenses. En lugar de guardar periódicos con noticias deportivas significativas, me enfoco en registrar los eventos literarios más importantes de la región. Ya no busco anécdotas curiosas de beisbol, pero he creado un podcast donde comparto datos interesantes sobre la historia de la literatura en el Estado. No se si el beisbol me influyó en lo que hago ahora, pero me sorprende encontrar estos paralelismos.

Si mi nombre hubiera sido Fernando y hubiese tenido una visión perfecta, tal vez habría llegado a ser un jugador de beisbol que hoy confesaría su pasión por la literatura. Sin embargo, noto que el individuo que soy ahora se entrelaza con ese “hubiera”, puesto que la sensación de escribir una buena línea debe ser similar a la de conectar un hit, la de recibir críticas literarias a la experiencia de un ponche, y la emoción de publicar un libro, podría compararse con la alegría de ganar un campeonato.

Mi vínculo con el beisbol empieza antes de que yo naciera. Mis padres, al elegir mi nombre, decidieron que si nacía el mismo día que el hijo de Fernando Valenzuela, me llamarían Fernando. De lo contrario, mi nombre sería Josué. En aquel lejano 1982, Valenzuela era el centro de todas las conversaciones. Estuve a punto de ser Fernando Barrera, lo que significa que casi fui alguien completamente diferente.

En mi niñez, el beisbol era parte del ambiente familiar. Desde pequeño asistía a los estadios, miraba los partidos en televisión o acompañaba a mi padre a escuchar la transmisión por el radio. La voz del comentarista en turno capturaba la emoción de estar en primera fila, admirando cada lanzamiento, cada jugada y las decisiones del ampayer.

Un poco más grande empezaron a fascinarme las cartas coleccionables de béisbol. En ellas aparecían las fotos de los jugadores de las Ligas Mayores, acompañadas de las estadísticas de sus carreras. Comprar la serie completa de cartas cada año, de la marca Topps, abrirlas, revisar el nombre de cada jugador y comparar con las de la temporada anterior, se convirtió en una tradición navideña. Por varios años, mi regalo de Navidad fueron las cartas de beisbol.

Estar expuesto a tantos rostros, nombres y estadísticas fortaleció mi memoria selectiva. Pronto me familiaricé con muchos jugadores, incluyendo el número de jonrones o hits que tenían. Por si fuera poco, cada fin de semana mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí a un parque público para practicar lanzamientos y bateo. Ante esto no fue extraño que decidiera entrar a jugar en ligas infantiles. Mis padres me inscribieron en un equipo y rápidamente fui a entrenar. Sin embargo, al poco tiempo me di cuenta que tenía dificultades para ver la bola, dudaba de su ubicación al lanzármela y no era el mejor bateador. Esto condujo a que me llevaran con un especialista, donde descubrí que tenía miopía y un astigmatismo severo.

Entonces mi padre me enseñó a registrar un box score, que es una tabla en donde se anotan todas las jugadas de un partido. Ya sea en vivo, por televisión o radio, debes estar atento a cada movimiento para anotarlo. Aprender a hacer esto durante mi etapa en la primaria permitió que mejorara significativamente mi concentración, memoria y habilidad para describir las jugadas a través de una serie de elementos establecidos.

Durante esa época empecé a explorar una revista de beisbol llamada Super Hit que mi papá conservaba. Me gustaban las estadísticas y los artículos sobre los jugadores populares de la época, pero lo que realmente capturó mi interés fue una sección dedicada a datos curiosos de la historia del beisbol. Descubrí hechos fascinantes, como el registro del juego más largo y la hazaña de un pitcher cubano que lanzó diez entradas con su brazo derecho y otras diez con el izquierdo. Fue así como, sin darme cuenta, desarrollé el gusto por la historia.

En la adolescencia mi interés por el beisbol empezó a disminuir. Llegó la música y con ella la literatura. Aunque todavía miraba algunos partidos y seguía ciertas estadísticas, mi conexión con el deporte no fue la misma. A pesar de esto, continué coleccionando periódicos con noticias destacadas, como el fallecimiento de Héctor Espino, los nuevos récord de jonrones o los equipos ganadores de las Series Mundiales.

El motivo de este relato es que, en la noche del jueves 24 de enero de este año, los Naranjeros de Hermosillo ganaron su decimoséptimo campeonato, convirtiéndose en el equipo de beisbol mexicano que más títulos. Admito que de toda la temporada sólo vi en directo la novena entrada de ese cuarto juego. Sin embargo, ver ganar al equipo de mi ciudad, ser testigo de la euforia de los aficionados y celebrar a la distancia con ellos, hizo que recordara mi relación con el beisbol.

Cada vez veo menos el beisbol. Lo sigo a través de los resúmenes y, en particular, mediante videos de jugadas destacadas que circulan en redes sociales. Ya no colecciono cartas de jugadores, pero me dedico a escribir biografías de escritores sonorenses. En lugar de guardar periódicos con noticias deportivas significativas, me enfoco en registrar los eventos literarios más importantes de la región. Ya no busco anécdotas curiosas de beisbol, pero he creado un podcast donde comparto datos interesantes sobre la historia de la literatura en el Estado. No se si el beisbol me influyó en lo que hago ahora, pero me sorprende encontrar estos paralelismos.

Si mi nombre hubiera sido Fernando y hubiese tenido una visión perfecta, tal vez habría llegado a ser un jugador de beisbol que hoy confesaría su pasión por la literatura. Sin embargo, noto que el individuo que soy ahora se entrelaza con ese “hubiera”, puesto que la sensación de escribir una buena línea debe ser similar a la de conectar un hit, la de recibir críticas literarias a la experiencia de un ponche, y la emoción de publicar un libro, podría compararse con la alegría de ganar un campeonato.