/ lunes 21 de octubre de 2019

Casa de las ideas | Los costos de la guerra

Para quienes nos movemos en el mundo de la comunicación, y utilizamos para expresar nuestras ideas cualquiera de los géneros periodísticos escritos o electrónicos (reportaje, columna de opinión, artículo de fondo, crónica, entrevista, panel, mesa de análisis, videoclips, etcétera), y para quienes invertimos una parte de nuestro tiempo a navegar en las aguas tormentosas de las redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram, etcétera) es muy preocupante y retador llegar a momentos como los que estamos viviendo de un tiempo a la fecha. Me refiero al mundo en general, y desde luego a México.

Sucede algo importante, y de inmediato se desbordan las opiniones y comentarios, se inunda el ambiente y se saturan los canales de comunicación. Y uno llega a pensar que ya no queda nada que decir respecto al suceso que se ha presentado. Así está la situación en estos momentos, en lo que respecta a la seguridad y la paz pública en el país.

Momentos en que se produce un suceso de tal importancia y resonancia, que hace que estallen las reacciones de todo tipo —sobre todo mediáticas— cual estallaron las bombas nucleares Little Boy y Fat Man que Harry S. Truman ordenó arrojar en 1945 sobre sobre Hiroshima y Nagasaki, respectivamente, y que para finales de 1945, ya concluida la II Guerra Mundial, habían generado 166 mil muertos en Hiroshima, y 80 mil en Nagasaki, totalizando 246 mil víctimas, la mayor parte de ellas civiles.

Entre los argumentos esgrimidos por Truman y sus asesores militares, destaca el que los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki fueron ordenados y realizados para obligar a Japón a rendirse y evitar con ello que siguieran muriendo más soldados norteamericanos, y que aumentaran los costos materiales y políticos generados por el conflicto. Eso se dijo, entre otras cosas, y de ello han transcurrido ya 74 años, sin que hayan convencido plenamente a los analistas y los historiadores. Son decisiones de tal importancia y trascendencia que jamás dejan de surgir y resurgir, sin importar la cantidad de tiempo que transcurra.

Estados Unidos sabe de guerras y conoce sus costos… y sus beneficios. De hecho, se dice que las guerras en que han intervenido son parte de las estrategias utilizadas para recuperar su economía, cuando anda de capa caída. Estuvo involucrado marginalmente en la I Guerra Mundial, plenamente involucrado como parte de los países aliados contra El Eje, en la II Guerra Mundial (sobre todo en el escenario bélico del Pacífico, contra Japón), luego vinieron la Guerra de Corea, la de Vietnam, la del Golfo, las intervenciones en Afganistán y en los países árabes del Cercano Oriente, y así sucesivamente… sin olvidar los años de la llamada “Guerra Fría” contra la URSS, y las guerras regionales y locales que han provocado a su conveniencia en todo el mundo.

Dicen ser “los defensores de la democracia en el mundo”, y en nombre de la democracia han realizado importantes acciones loables y humanitarias, imposible negarlo, pero también han cometido —y siguen cometiendo— increíbles barbaridades.

En México también tenemos nuestra historia propia de guerras y conflictos sangrientos. Sabemos lo que son y lo que cuestan en vidas, sufrimiento y dolor. A partir de las luchas entre las antiguas tribus indígenas que habitaron el Altiplano (aunque no haya sido México todavía), posteriormente la Conquista, la época de la Colonia, la Independencia en 1810, la Revolución en 1910, y los años convulsos y sangrientos de la post-revolución, hasta llegar a nuestros tiempos y nuestros días.

Y tenemos una guerra versus el crimen organizado, cuya máxima expresión es el combate contra el narcotráfico, con sus diferentes divisiones del crimen (o cárteles de la droga, si usted lo prefiere) con su cauda de actividades correlativas: secuestros, extorsiones, matanzas, enfrentamientos por los controles territoriales, etcétera. Empezaron los primeros brotes en el sexenio 2000-2006, y en el siguiente 2006-2012 se convirtió en la guerra abierta y frontal que declaró Felipe Calderón al crimen organizado y que produjera un baño de sangre con decenas de miles de muertos, entre civiles, criminales, policías y miembros de las fuerzas militares, Ejército y Marina Armada. Enrique Peña Nieto continuó la lucha, modificando ciertos aspectos de la estrategia y apoyándose fuertemente en las labores de inteligencia, que cada día son más utilizadas.

Las estrategias de combate sufrieron modificaciones, sí, pero el saldo siguió siendo terriblemente negativo… y la sangre generada por la violencia descontrolada e incontrolable continuó empapando el suelo mexicano, los cadáveres se multiplicaron, los cárteles tradicionales se fortalecieron, y nuevas organizaciones criminales surgieron aún más sanguinarias y poderosas, proliferaron los hechos de violencia, y las matanzas se convirtieron en parte del escenario cotidiano. La violencia en la vida del pueblo mexicano se convirtió en algo familiar y hasta natural. En honor a la justicia, ese es el escenario que encontró López Obrador a su llegada, y no es posible minimizarlo y mucho menos negarlo.

Pero, y este no es un “pero” despreciable sino uno de imponente dimensión: el señor López estuvo 18 años (cuando menos) permanentemente activo en el escenario político nacional, antes de asumir la Presidencia en 2018, y fue protagonista, promotor y partícipe en innumerables manifestaciones de protesta y de rechazo al orden establecido, sus defectos y lacras. El ambiente del crimen organizado no le es extraño, y haya o no tenido contacto directo y personal con él, no puede decir que lo desconoce. 18 largos años para estudiar y diagnosticar los principales problemas del país, son más que suficientes para llegar al poder bien enterado de los “qué”, de los “cómo”, los “por qué” y los “para qué”. Si no lo hizo, y llegó sin conocimiento suficiente, sin prepararse, y sin estrategias y soluciones, es su gran e inexcusable culpa, y no de los que le antecedieron.

Lo que él y sus seguidores dicen que son herencias del pasado, desde luego no se puede negar, pero como argumento su peso específico y alcances son finitos, y no pueden ser un justificante válido por tiempo indefinido. La liga de la paciencia, de la tolerancia y hasta de la estupidez del pueblo mexicano fue estirada tanto, que en menos de un año reventó. La corriente oficialista existe y resiste, pero la contracorriente crítica opositora aumenta de volumen, y se torna cada día más amenazante para la 4T, y para quienes la enarbolan como una indefinida y desdibujada panacea pseudo salvadora.

Y ahora, a la luz de las recientes masacres y los acontecimientos ocurridos en Culiacán, la crudeza de los hechos nos revela que nunca ha existido —y sigue sin existir— una estrategia clara y definida para combatir o enfrentar a un crimen organizado cada vez más agresivo, cada vez más intimidante y atrevido. A los repetidos ofrecimientos de paz y amor, besos y abrazos del señor López, las hordas criminales han respondido con nuevas matanzas y desplantes que, como lo pudimos constatar en Culiacán, han puesto de rodillas a López Obrador, a su secretario de seguridad Alfonso Durazo, a la anciana secretaria de Gobernación Olga Sánchez Cordero, y a todo el aparatejo disfuncional, incluyendo al gabinete de seguridad que nadie sabe bien a bien para qué sirve.

Y el argumento de López es muy similar al que en 1945 utilizó Truman para justificar el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki: “para que no mueran más inocentes y no se incrementen los costos”. Al ordenar la liberación de Ovidio Guzmán López, y el repliegue de las fuerzas del orden, automáticamente reconoció su incompetencia y la de los responsables de combatir la violencia y buscar la pacificación. Y lo que es todavía peor: ante el cártel de Sinaloa ha ratificado la cobardía que ya había demostrado ante el “bullying” de Donald Trump cuando amenazó con la imposición de aquellos estrangulantes aranceles, que resultaron ser a la postre como el petate del muerto.

A partir del jueves negro de Culiacán, los demás cárteles criminales conocen el camino y saben cómo enfrentar a López y a Durazo, y a los integrantes de la Guardia Nacional que no se las acaban, y a los que traen como perico a toallazos tanto los civiles inciviles que los apalean y zangolotean, como los malandros que los enfrentan pistola o metralleta en mano, porque no les tienen el menor miedo o respeto.

Los costos de la guerra son sin duda extraordinarios, y en ciertos casos impagables. Estados Unidos, Japón, Alemania, Inglaterra, Italia, Rusia, Corea, Vietnam, Irak, Afganistán, Israel, Siria y muchos otros países lo saben. Pero son guerras pasadas que nadie desea que vuelvan a ocurrir. En México desde hace más de 15 años estamos entrampados en una guerra contra los criminales —le guste o no le guste la palabra “guerra” al presidente— cuyos costos son incalculables, en recursos, en vidas humanas, en sangre, dolor y lágrimas, y esta es una guerra que al parecer no tendrá fin.

Nos lo dice la actitud retadora e insolente del mundo de la delincuencia, y nos lo confirma la manera como el Gobierno de la 4T ha estado actuando, desde que se inauguró. Sin la menor intención de ceder por parte de los criminales, y sin la menor idea de cómo proceder por parte de este gobierno timorato y cobarde que tenemos, es previsible que vayamos caminando hacia una etapa de oscuridad, intranquilidad y dolor nunca antes vista en nuestro país.

Elevo una plegaria a Dios para que me equivoque rotundamente en mis consideraciones, y no suceda lo que temo, pero ante la contundencia de los hechos, creo que es vano e ilusorio esperar un milagro.

En Twitter soy @ChapoRomo

Mi dirección de correo es oscar.romo@casadelasideas.com

Para quienes nos movemos en el mundo de la comunicación, y utilizamos para expresar nuestras ideas cualquiera de los géneros periodísticos escritos o electrónicos (reportaje, columna de opinión, artículo de fondo, crónica, entrevista, panel, mesa de análisis, videoclips, etcétera), y para quienes invertimos una parte de nuestro tiempo a navegar en las aguas tormentosas de las redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram, etcétera) es muy preocupante y retador llegar a momentos como los que estamos viviendo de un tiempo a la fecha. Me refiero al mundo en general, y desde luego a México.

Sucede algo importante, y de inmediato se desbordan las opiniones y comentarios, se inunda el ambiente y se saturan los canales de comunicación. Y uno llega a pensar que ya no queda nada que decir respecto al suceso que se ha presentado. Así está la situación en estos momentos, en lo que respecta a la seguridad y la paz pública en el país.

Momentos en que se produce un suceso de tal importancia y resonancia, que hace que estallen las reacciones de todo tipo —sobre todo mediáticas— cual estallaron las bombas nucleares Little Boy y Fat Man que Harry S. Truman ordenó arrojar en 1945 sobre sobre Hiroshima y Nagasaki, respectivamente, y que para finales de 1945, ya concluida la II Guerra Mundial, habían generado 166 mil muertos en Hiroshima, y 80 mil en Nagasaki, totalizando 246 mil víctimas, la mayor parte de ellas civiles.

Entre los argumentos esgrimidos por Truman y sus asesores militares, destaca el que los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki fueron ordenados y realizados para obligar a Japón a rendirse y evitar con ello que siguieran muriendo más soldados norteamericanos, y que aumentaran los costos materiales y políticos generados por el conflicto. Eso se dijo, entre otras cosas, y de ello han transcurrido ya 74 años, sin que hayan convencido plenamente a los analistas y los historiadores. Son decisiones de tal importancia y trascendencia que jamás dejan de surgir y resurgir, sin importar la cantidad de tiempo que transcurra.

Estados Unidos sabe de guerras y conoce sus costos… y sus beneficios. De hecho, se dice que las guerras en que han intervenido son parte de las estrategias utilizadas para recuperar su economía, cuando anda de capa caída. Estuvo involucrado marginalmente en la I Guerra Mundial, plenamente involucrado como parte de los países aliados contra El Eje, en la II Guerra Mundial (sobre todo en el escenario bélico del Pacífico, contra Japón), luego vinieron la Guerra de Corea, la de Vietnam, la del Golfo, las intervenciones en Afganistán y en los países árabes del Cercano Oriente, y así sucesivamente… sin olvidar los años de la llamada “Guerra Fría” contra la URSS, y las guerras regionales y locales que han provocado a su conveniencia en todo el mundo.

Dicen ser “los defensores de la democracia en el mundo”, y en nombre de la democracia han realizado importantes acciones loables y humanitarias, imposible negarlo, pero también han cometido —y siguen cometiendo— increíbles barbaridades.

En México también tenemos nuestra historia propia de guerras y conflictos sangrientos. Sabemos lo que son y lo que cuestan en vidas, sufrimiento y dolor. A partir de las luchas entre las antiguas tribus indígenas que habitaron el Altiplano (aunque no haya sido México todavía), posteriormente la Conquista, la época de la Colonia, la Independencia en 1810, la Revolución en 1910, y los años convulsos y sangrientos de la post-revolución, hasta llegar a nuestros tiempos y nuestros días.

Y tenemos una guerra versus el crimen organizado, cuya máxima expresión es el combate contra el narcotráfico, con sus diferentes divisiones del crimen (o cárteles de la droga, si usted lo prefiere) con su cauda de actividades correlativas: secuestros, extorsiones, matanzas, enfrentamientos por los controles territoriales, etcétera. Empezaron los primeros brotes en el sexenio 2000-2006, y en el siguiente 2006-2012 se convirtió en la guerra abierta y frontal que declaró Felipe Calderón al crimen organizado y que produjera un baño de sangre con decenas de miles de muertos, entre civiles, criminales, policías y miembros de las fuerzas militares, Ejército y Marina Armada. Enrique Peña Nieto continuó la lucha, modificando ciertos aspectos de la estrategia y apoyándose fuertemente en las labores de inteligencia, que cada día son más utilizadas.

Las estrategias de combate sufrieron modificaciones, sí, pero el saldo siguió siendo terriblemente negativo… y la sangre generada por la violencia descontrolada e incontrolable continuó empapando el suelo mexicano, los cadáveres se multiplicaron, los cárteles tradicionales se fortalecieron, y nuevas organizaciones criminales surgieron aún más sanguinarias y poderosas, proliferaron los hechos de violencia, y las matanzas se convirtieron en parte del escenario cotidiano. La violencia en la vida del pueblo mexicano se convirtió en algo familiar y hasta natural. En honor a la justicia, ese es el escenario que encontró López Obrador a su llegada, y no es posible minimizarlo y mucho menos negarlo.

Pero, y este no es un “pero” despreciable sino uno de imponente dimensión: el señor López estuvo 18 años (cuando menos) permanentemente activo en el escenario político nacional, antes de asumir la Presidencia en 2018, y fue protagonista, promotor y partícipe en innumerables manifestaciones de protesta y de rechazo al orden establecido, sus defectos y lacras. El ambiente del crimen organizado no le es extraño, y haya o no tenido contacto directo y personal con él, no puede decir que lo desconoce. 18 largos años para estudiar y diagnosticar los principales problemas del país, son más que suficientes para llegar al poder bien enterado de los “qué”, de los “cómo”, los “por qué” y los “para qué”. Si no lo hizo, y llegó sin conocimiento suficiente, sin prepararse, y sin estrategias y soluciones, es su gran e inexcusable culpa, y no de los que le antecedieron.

Lo que él y sus seguidores dicen que son herencias del pasado, desde luego no se puede negar, pero como argumento su peso específico y alcances son finitos, y no pueden ser un justificante válido por tiempo indefinido. La liga de la paciencia, de la tolerancia y hasta de la estupidez del pueblo mexicano fue estirada tanto, que en menos de un año reventó. La corriente oficialista existe y resiste, pero la contracorriente crítica opositora aumenta de volumen, y se torna cada día más amenazante para la 4T, y para quienes la enarbolan como una indefinida y desdibujada panacea pseudo salvadora.

Y ahora, a la luz de las recientes masacres y los acontecimientos ocurridos en Culiacán, la crudeza de los hechos nos revela que nunca ha existido —y sigue sin existir— una estrategia clara y definida para combatir o enfrentar a un crimen organizado cada vez más agresivo, cada vez más intimidante y atrevido. A los repetidos ofrecimientos de paz y amor, besos y abrazos del señor López, las hordas criminales han respondido con nuevas matanzas y desplantes que, como lo pudimos constatar en Culiacán, han puesto de rodillas a López Obrador, a su secretario de seguridad Alfonso Durazo, a la anciana secretaria de Gobernación Olga Sánchez Cordero, y a todo el aparatejo disfuncional, incluyendo al gabinete de seguridad que nadie sabe bien a bien para qué sirve.

Y el argumento de López es muy similar al que en 1945 utilizó Truman para justificar el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki: “para que no mueran más inocentes y no se incrementen los costos”. Al ordenar la liberación de Ovidio Guzmán López, y el repliegue de las fuerzas del orden, automáticamente reconoció su incompetencia y la de los responsables de combatir la violencia y buscar la pacificación. Y lo que es todavía peor: ante el cártel de Sinaloa ha ratificado la cobardía que ya había demostrado ante el “bullying” de Donald Trump cuando amenazó con la imposición de aquellos estrangulantes aranceles, que resultaron ser a la postre como el petate del muerto.

A partir del jueves negro de Culiacán, los demás cárteles criminales conocen el camino y saben cómo enfrentar a López y a Durazo, y a los integrantes de la Guardia Nacional que no se las acaban, y a los que traen como perico a toallazos tanto los civiles inciviles que los apalean y zangolotean, como los malandros que los enfrentan pistola o metralleta en mano, porque no les tienen el menor miedo o respeto.

Los costos de la guerra son sin duda extraordinarios, y en ciertos casos impagables. Estados Unidos, Japón, Alemania, Inglaterra, Italia, Rusia, Corea, Vietnam, Irak, Afganistán, Israel, Siria y muchos otros países lo saben. Pero son guerras pasadas que nadie desea que vuelvan a ocurrir. En México desde hace más de 15 años estamos entrampados en una guerra contra los criminales —le guste o no le guste la palabra “guerra” al presidente— cuyos costos son incalculables, en recursos, en vidas humanas, en sangre, dolor y lágrimas, y esta es una guerra que al parecer no tendrá fin.

Nos lo dice la actitud retadora e insolente del mundo de la delincuencia, y nos lo confirma la manera como el Gobierno de la 4T ha estado actuando, desde que se inauguró. Sin la menor intención de ceder por parte de los criminales, y sin la menor idea de cómo proceder por parte de este gobierno timorato y cobarde que tenemos, es previsible que vayamos caminando hacia una etapa de oscuridad, intranquilidad y dolor nunca antes vista en nuestro país.

Elevo una plegaria a Dios para que me equivoque rotundamente en mis consideraciones, y no suceda lo que temo, pero ante la contundencia de los hechos, creo que es vano e ilusorio esperar un milagro.

En Twitter soy @ChapoRomo

Mi dirección de correo es oscar.romo@casadelasideas.com