/ miércoles 7 de febrero de 2024

Sin Medias Tintas | De justicia y política

Es triste admitirlo; pero es verdad: "La justicia ha llegado a ser un lujo en este país". Estas palabras, pronunciadas durante un café por una diputada, resonaron en mi mente como un eco de la realidad que muchos preferirían ignorar. Sin embargo, en estos tiempos de "transformación", me veo obligado a agregar una palabra más a esa sentencia: "intimidación". La Justicia es un lujo, pero también una herramienta de intimidación a conveniencia.

La justicia expedita en México se ha convertido en un espectáculo ligado estrechamente al interés mediático o político, y a la corrupción que permea en las fiscalías estatales y en el Poder Judicial. Si este no fuera el caso, sería innecesario preguntar: ¿Por qué algunas investigaciones se integran más rápido que otras?, ¿Por qué algunas órdenes de aprehensión son más fáciles de otorgar que otras?

Históricamente, los Estados autoritarios han utilizado las instituciones de procuración de justicia y de fiscalización para intimidar a los opositores y ganar adeptos. El principio subyacente es simple: nadie es perfecto, y por lo tanto, siempre es posible encontrar errores en sus acciones. Y si no se encuentran, siempre hay maneras de crearlos.

Esta visión distorsionada de la justicia socava gravemente el estado de derecho. Un ejemplo reciente que debería preocuparnos a todos los que aún albergamos esperanzas en la autonomía de las instituciones ocurrió hace unos meses con el fiscal de Morelos. Se intentó apartar a una persona incómoda para un gobernador, y tanto la Fiscalía de la Ciudad de México como un juzgador del Poder Judicial se prestaron a ello sin reparos.

En el imaginario colectivo de la sociedad mexicana se afianza la percepción de que solo aquellos con recursos económicos pueden acceder a la justicia. Además, se consolida la idea de que la impunidad reinará si se violan abiertamente las leyes electorales y de fiscalización, a pesar del esfuerzo que supuso perfeccionarlas.

¿Sabían ustedes, por ejemplo, que los 60 servidores de la nación que trabajan solo en un distrito electoral federal de Hermosillo reciben cada uno 3,500 pesos quincenales, pagados en efectivo, desde hace más de 12 meses? Esto equivale a una suma exorbitante de 5,040,000 pesos ¡en efectivo! ¿De dónde proviene ese dinero, y por qué pagar en efectivo en plena era digital?

¿Cuántos servidores más habrá en Sonora? ¿Harán caso omiso de la prohibición del INE para que eviten promocionar el voto a favor de la transformación? ¿Por qué ya hay futuros candidatos haciendo campaña en distintas colonias de la ciudad, pero disfrazados de defensores del voto de la transformación?

Estas preguntas, sin duda, son incómodas. Pero lo son porque revelan una realidad que muchos prefieren ignorar. En México, la justicia se ha convertido en un juego de poder donde campean la impunidad y la corrupción. Los ciudadanos observamos atónitos cómo aquellos que deberían velar por la aplicación imparcial de la ley se convierten en instrumentos de manipulación política.

La ironía alcanza su punto máximo cuando aquellos que representan la imparcialidad y la objetividad se convierten en marionetas de los intereses de un gobierno que debería protegernos. La justicia, lejos de ser un baluarte de la democracia, se ha convertido en un lujo al alcance de unos pocos y en una herramienta de intimidación para aquellos que osan desafiar el status quo.

La lucha por la verdadera justicia se convierte en una batalla cuesta arriba. Los ciudadanos honestos y trabajadores se encuentran atrapados en un laberinto legal donde la verdad y la equidad son conceptos abstractos, distorsionados por el poder, la ambición, la soberbia y la corrupción.

Entonces, ¿qué podemos hacer frente a esta realidad tan desalentadora? La respuesta no es sencilla, pero pasa por un compromiso firme con la transparencia y la rendición de cuentas. Exigir que aquellos que ostentan el poder rindan cuentas por sus acciones y que se aplique la ley de manera imparcial, sin distinción de estatus o afiliación política.

Debemos reclamar que la ley se aplique con imparcialidad y sin distinciones. Solo así podremos construir un país donde prevalezca el estado de derecho, y no solo para aquellos con el poder y los recursos para comprárselo.

Es triste admitirlo; pero es verdad: "La justicia ha llegado a ser un lujo en este país". Estas palabras, pronunciadas durante un café por una diputada, resonaron en mi mente como un eco de la realidad que muchos preferirían ignorar. Sin embargo, en estos tiempos de "transformación", me veo obligado a agregar una palabra más a esa sentencia: "intimidación". La Justicia es un lujo, pero también una herramienta de intimidación a conveniencia.

La justicia expedita en México se ha convertido en un espectáculo ligado estrechamente al interés mediático o político, y a la corrupción que permea en las fiscalías estatales y en el Poder Judicial. Si este no fuera el caso, sería innecesario preguntar: ¿Por qué algunas investigaciones se integran más rápido que otras?, ¿Por qué algunas órdenes de aprehensión son más fáciles de otorgar que otras?

Históricamente, los Estados autoritarios han utilizado las instituciones de procuración de justicia y de fiscalización para intimidar a los opositores y ganar adeptos. El principio subyacente es simple: nadie es perfecto, y por lo tanto, siempre es posible encontrar errores en sus acciones. Y si no se encuentran, siempre hay maneras de crearlos.

Esta visión distorsionada de la justicia socava gravemente el estado de derecho. Un ejemplo reciente que debería preocuparnos a todos los que aún albergamos esperanzas en la autonomía de las instituciones ocurrió hace unos meses con el fiscal de Morelos. Se intentó apartar a una persona incómoda para un gobernador, y tanto la Fiscalía de la Ciudad de México como un juzgador del Poder Judicial se prestaron a ello sin reparos.

En el imaginario colectivo de la sociedad mexicana se afianza la percepción de que solo aquellos con recursos económicos pueden acceder a la justicia. Además, se consolida la idea de que la impunidad reinará si se violan abiertamente las leyes electorales y de fiscalización, a pesar del esfuerzo que supuso perfeccionarlas.

¿Sabían ustedes, por ejemplo, que los 60 servidores de la nación que trabajan solo en un distrito electoral federal de Hermosillo reciben cada uno 3,500 pesos quincenales, pagados en efectivo, desde hace más de 12 meses? Esto equivale a una suma exorbitante de 5,040,000 pesos ¡en efectivo! ¿De dónde proviene ese dinero, y por qué pagar en efectivo en plena era digital?

¿Cuántos servidores más habrá en Sonora? ¿Harán caso omiso de la prohibición del INE para que eviten promocionar el voto a favor de la transformación? ¿Por qué ya hay futuros candidatos haciendo campaña en distintas colonias de la ciudad, pero disfrazados de defensores del voto de la transformación?

Estas preguntas, sin duda, son incómodas. Pero lo son porque revelan una realidad que muchos prefieren ignorar. En México, la justicia se ha convertido en un juego de poder donde campean la impunidad y la corrupción. Los ciudadanos observamos atónitos cómo aquellos que deberían velar por la aplicación imparcial de la ley se convierten en instrumentos de manipulación política.

La ironía alcanza su punto máximo cuando aquellos que representan la imparcialidad y la objetividad se convierten en marionetas de los intereses de un gobierno que debería protegernos. La justicia, lejos de ser un baluarte de la democracia, se ha convertido en un lujo al alcance de unos pocos y en una herramienta de intimidación para aquellos que osan desafiar el status quo.

La lucha por la verdadera justicia se convierte en una batalla cuesta arriba. Los ciudadanos honestos y trabajadores se encuentran atrapados en un laberinto legal donde la verdad y la equidad son conceptos abstractos, distorsionados por el poder, la ambición, la soberbia y la corrupción.

Entonces, ¿qué podemos hacer frente a esta realidad tan desalentadora? La respuesta no es sencilla, pero pasa por un compromiso firme con la transparencia y la rendición de cuentas. Exigir que aquellos que ostentan el poder rindan cuentas por sus acciones y que se aplique la ley de manera imparcial, sin distinción de estatus o afiliación política.

Debemos reclamar que la ley se aplique con imparcialidad y sin distinciones. Solo así podremos construir un país donde prevalezca el estado de derecho, y no solo para aquellos con el poder y los recursos para comprárselo.