/ martes 28 de abril de 2020

Tiempos y realidades | Haremos mucho ruido

La vida conventual en la época colonial es para la mayoría de nosotros un misterio, quizá alguna vez hayamos visitado las edificaciones monacales que han resistido el paso del tiempo, o hemos visto en los museos los cuadros de monjas y frailes.

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Las monjas que vivían en estas edificaciones monacales constituyen gran parte del misterio, ¿quiénes eran estas mujeres?, ¿qué hacían? Los historiadores que se dedican a investigar este tema nos han dado respuestas, a veces inesperadas, a estos cuestionamientos.

La época dorada de los conventos fue la época colonial en el transcurso de la cual se fundaron decenas de conventos en los cuales profesaron las mujeres de las más prominentes familias hispano-criollas.

Ahora, ¿estas mujeres tuvieron una vida pasiva? La respuesta es no. Las monjas solían protestar por las medidas con las que no estaban de acuerdo, y las protestas no se limitaban a las cartas que la madre superiora enviaba a las autoridades de las cuales venía la instrucción.

Las protestas iban de las cartas a sus superiores inmediatos, apelaciones al rey, demandas judiciales, y como medida extrema amenazaban con “hacer mucho ruido” y lo hacían.

El hacer mucho ruido podría equipararse, guardadas las distancias, a las marchas que hoy hacemos para reivindicar nuestros derechos, con la diferencia de que las monjas no podían salir de su convento, así que su protesta era hacer que sus sirvientas tocaran la campana para que los paseantes se congregaran a las puertas del claustro, una vez reunida la gente, las sirvientas gritaban desde el techo que las monjas estaban siendo amenazadas, ultrajadas por el obispo, el superior o la autoridad que fuera.

En ocasiones más extremas las puertas del convento, que no debían abrirse, se abrían y las personas reunidas podían ver a las monjas en el patio mientras oraban para que sus superiores “entraran en razón”.

En ocasiones las protestas duraban todo el día, de modo que las autoridades eclesiásticas se veían en la necesidad de acudir al convento rebelde para que se dispersara la gente reunida, cesara el toque de las campanas y las monjas volvieran a sus obligaciones.

Naturalmente el obispo o el superior de la orden no abandonaba el convento sin hacer concesiones, pues como le dijera la madre superiora de un convento “…Y si no nos oye su excelencia haremos mucho ruido”.


La vida conventual en la época colonial es para la mayoría de nosotros un misterio, quizá alguna vez hayamos visitado las edificaciones monacales que han resistido el paso del tiempo, o hemos visto en los museos los cuadros de monjas y frailes.

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La época dorada de los conventos fue la época colonial en el transcurso de la cual se fundaron decenas de conventos en los cuales profesaron las mujeres de las más prominentes familias hispano-criollas.

Ahora, ¿estas mujeres tuvieron una vida pasiva? La respuesta es no. Las monjas solían protestar por las medidas con las que no estaban de acuerdo, y las protestas no se limitaban a las cartas que la madre superiora enviaba a las autoridades de las cuales venía la instrucción.

Las protestas iban de las cartas a sus superiores inmediatos, apelaciones al rey, demandas judiciales, y como medida extrema amenazaban con “hacer mucho ruido” y lo hacían.

El hacer mucho ruido podría equipararse, guardadas las distancias, a las marchas que hoy hacemos para reivindicar nuestros derechos, con la diferencia de que las monjas no podían salir de su convento, así que su protesta era hacer que sus sirvientas tocaran la campana para que los paseantes se congregaran a las puertas del claustro, una vez reunida la gente, las sirvientas gritaban desde el techo que las monjas estaban siendo amenazadas, ultrajadas por el obispo, el superior o la autoridad que fuera.

En ocasiones más extremas las puertas del convento, que no debían abrirse, se abrían y las personas reunidas podían ver a las monjas en el patio mientras oraban para que sus superiores “entraran en razón”.

En ocasiones las protestas duraban todo el día, de modo que las autoridades eclesiásticas se veían en la necesidad de acudir al convento rebelde para que se dispersara la gente reunida, cesara el toque de las campanas y las monjas volvieran a sus obligaciones.

Naturalmente el obispo o el superior de la orden no abandonaba el convento sin hacer concesiones, pues como le dijera la madre superiora de un convento “…Y si no nos oye su excelencia haremos mucho ruido”.