/ jueves 9 de junio de 2022

Sin medias tintas | Mucho menos mal…

Juan se tiró de la cama al escuchar los tres sonidos consecutivos, graves como disparos. Cuando pudo reaccionar y calmar el palpitar apresurado de su corazón, se dio cuenta de que no eran balazos sino fuertes golpes en la puerta de metal. Un cuarto golpe sólo le hizo responder con un: “voooy”.

Al salir de su departamento de una sola habitación, notó que dos personas lo esperaban en un automóvil pick up negro, con las luces y motor encendidos. “¿Qué pasó?” —preguntó, cegado por la luz LED—. “Necesitamos la ambulancia” —le contestaron—.

Juan tardó en darse cuenta de quiénes eran. La noche, la sorpresa y lo adormilado que puede uno estar a las 3 de la mañana le impidieron notar al instante los AK-47 que traían los dos jóvenes que fueron a despertarlo.

Al procesar el momento su corazón se aceleró mucho más que cuando escuchó los golpes parecidos a disparos. No dijo nada, sólo se metió y salió en menos de tres minutos. El pantalón, los tenis sin calcetines y una sudadera fue de lo primero que dispuso al tenerlos en la sala.

Juan subió solo al vehículo. El conductor ya estaba arriba. El otro joven se subió después de él. Salieron rápido y tomaron la calle principal. Dentro del auto todo era silencio. Juan intentó romper la tensión preguntando: “¿Y el doctor?”. “Ya fueron por él”, le contestó el copiloto.

No tardaron ni dos minutos en llegar al centro de salud del pueblo. Tras el frenado brusco, el copiloto le abrió paso a Juan diciéndole: “En chinga”. Él se apresuró a la puerta mientras sacaba el mazo de llaves del pantalón. Ya sabía cuál era la llave, así que no batalló nada. Semiabrió la puerta y estiró la mano para tomar las llaves de la ambulancia. Cerró la puerta y corrió hacia la unidad estacionada al lado del inmueble.

La ambulancia es un auto acondicionado, modelo 2009, recién lavada y con llantas ‘taconudas’ nuevecitas. Respondió al primer giro de la llave. Ni se le escuchaba el motor. Tenía el tanque lleno.

Juan sabía de su responsabilidad de tener la ambulancia ‘al cien’, como le habían dicho. También le dijeron que, si le faltaba gasolina, le llenara el tanque en la gasolinera. Si estaba sucia, la lavara. Si le escuchaba un ‘ruidito’, la metiera al taller de inmediato. Una semana antes le habían cambiado las cuatro llantas porque una se ponchó después de un traslado. Todos los gastos estaban cubiertos.

Sin prender las luces de emergencia, la ambulancia siguió al pick up que iba a toda velocidad. Transitaron por caminos de terracería desconocidos y al final llegaron a un páramo. Ya estaba ahí el doctor atendiendo a una persona en el suelo que gritaba del dolor y rodeado por varios hombres armados hasta los dientes.

El médico se alegró de ver a Juan, y sin saludo de por medio corrió a la parte trasera de la ambulancia. El interior no tenía olor alguno y estaba reluciente e iluminado como un quirófano.

Abrió uno de los compartimientos y salieron a relucir más medicamentos que los existentes en las farmacias del IMSS. Tomó el contenido de una ampolleta y lo mezcló con otras en una jeringa. Se apresuró a inyectar al paciente y éste dejó de gritar. “Ya tiene el antídoto, pero las mordidas de cascabel son peligrosas, hay que trasladarlo”, dijo el doctor. “Que se haga lo que se tenga que hacer”, dijo alguien por ahí.

Mientras Juan bajaba de la sierra hacia Hermosillo escoltado por varios autos, sólo pensaba: “Menos mal que tuvimos todo lo necesario para atenderlo… ¿Cómo le harán en otras partes?”.


Juan se tiró de la cama al escuchar los tres sonidos consecutivos, graves como disparos. Cuando pudo reaccionar y calmar el palpitar apresurado de su corazón, se dio cuenta de que no eran balazos sino fuertes golpes en la puerta de metal. Un cuarto golpe sólo le hizo responder con un: “voooy”.

Al salir de su departamento de una sola habitación, notó que dos personas lo esperaban en un automóvil pick up negro, con las luces y motor encendidos. “¿Qué pasó?” —preguntó, cegado por la luz LED—. “Necesitamos la ambulancia” —le contestaron—.

Juan tardó en darse cuenta de quiénes eran. La noche, la sorpresa y lo adormilado que puede uno estar a las 3 de la mañana le impidieron notar al instante los AK-47 que traían los dos jóvenes que fueron a despertarlo.

Al procesar el momento su corazón se aceleró mucho más que cuando escuchó los golpes parecidos a disparos. No dijo nada, sólo se metió y salió en menos de tres minutos. El pantalón, los tenis sin calcetines y una sudadera fue de lo primero que dispuso al tenerlos en la sala.

Juan subió solo al vehículo. El conductor ya estaba arriba. El otro joven se subió después de él. Salieron rápido y tomaron la calle principal. Dentro del auto todo era silencio. Juan intentó romper la tensión preguntando: “¿Y el doctor?”. “Ya fueron por él”, le contestó el copiloto.

No tardaron ni dos minutos en llegar al centro de salud del pueblo. Tras el frenado brusco, el copiloto le abrió paso a Juan diciéndole: “En chinga”. Él se apresuró a la puerta mientras sacaba el mazo de llaves del pantalón. Ya sabía cuál era la llave, así que no batalló nada. Semiabrió la puerta y estiró la mano para tomar las llaves de la ambulancia. Cerró la puerta y corrió hacia la unidad estacionada al lado del inmueble.

La ambulancia es un auto acondicionado, modelo 2009, recién lavada y con llantas ‘taconudas’ nuevecitas. Respondió al primer giro de la llave. Ni se le escuchaba el motor. Tenía el tanque lleno.

Juan sabía de su responsabilidad de tener la ambulancia ‘al cien’, como le habían dicho. También le dijeron que, si le faltaba gasolina, le llenara el tanque en la gasolinera. Si estaba sucia, la lavara. Si le escuchaba un ‘ruidito’, la metiera al taller de inmediato. Una semana antes le habían cambiado las cuatro llantas porque una se ponchó después de un traslado. Todos los gastos estaban cubiertos.

Sin prender las luces de emergencia, la ambulancia siguió al pick up que iba a toda velocidad. Transitaron por caminos de terracería desconocidos y al final llegaron a un páramo. Ya estaba ahí el doctor atendiendo a una persona en el suelo que gritaba del dolor y rodeado por varios hombres armados hasta los dientes.

El médico se alegró de ver a Juan, y sin saludo de por medio corrió a la parte trasera de la ambulancia. El interior no tenía olor alguno y estaba reluciente e iluminado como un quirófano.

Abrió uno de los compartimientos y salieron a relucir más medicamentos que los existentes en las farmacias del IMSS. Tomó el contenido de una ampolleta y lo mezcló con otras en una jeringa. Se apresuró a inyectar al paciente y éste dejó de gritar. “Ya tiene el antídoto, pero las mordidas de cascabel son peligrosas, hay que trasladarlo”, dijo el doctor. “Que se haga lo que se tenga que hacer”, dijo alguien por ahí.

Mientras Juan bajaba de la sierra hacia Hermosillo escoltado por varios autos, sólo pensaba: “Menos mal que tuvimos todo lo necesario para atenderlo… ¿Cómo le harán en otras partes?”.