/ martes 4 de febrero de 2020

Sin medias tintas | Terapia cavernícola

Imagínese usted amarrado en un solo nudo de pies y manos por la espalda. El amarre es tan fuerte que siente cortarle la circulación de las muñecas, y por la posición sus piernas comienzan a entumecerse. Es prácticamente imposible moverse y sólo puede desplazar su cabeza hacia los lados.

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Ahora imagine que ellos lo colocan así amarrado en dos sillas puestas de frente una contra la otra, acomodadas como cuando platica con alguien de algo importante, separadas unos 40 cm. La mitad del cuerpo en una y su cabeza en la otra, de tal suerte que ese espacio entre las sillas se llena prácticamente con su vientre.

La imagen en sí no es agradable.

La separación y su propio peso hacen que la columna se fuerce para mantener el cuerpo recto. Es una acción instintiva para no caer al suelo, porque su cerebro sabe que no puede meter las manos o algo que aminore la caída… Ellos lo saben y por eso lo hacen.

El suplicio dura tiempo y no se vale llorar, porque van ampliando el espacio entre las sillas dependiendo de la falta cometida. Por lo regular usan sillas más altas de lo normal, lo que asegura un golpe severo contra el suelo.

Si hay oposición o “aguante” del sujeto amarrado, comienzan a colocarle cobijas sobre su espalda para darle más peso. El dolor debe ser indescriptible.

Pero si por azares del destino pudiera usted liberar semejante “prueba”, todavía pueden probar el “helicóptero”, que no es otra cosa más que anudarlo a una larga cuerda en la misma posición, con los pies y manos amarrados, y darle algunas vueltas.

Estos ejemplos de “terapia” son los utilizados en algunos centros de rehabilitación por drogas en la Ciudad del Sol, en pleno siglo XXI. “Terapia cavernícola” le llaman quienes han sufrido esa clase de tortura en esos centros.

La idea, supongo, es remover el deseo de las drogas mediante el escarmiento, o reflejo condicional, dirían los psicólogos. O “educar a fuerzas”, como lo dijo la persona que tenía frente a mí, mientras se remojaba los labios frecuentemente ante el síndrome de abstinencia. “Pero cuando ya traes bien metida la droga, ni eso funciona. Debería ser un delito”, remató.

Tiene razón. La tortura en cualesquiera de sus formas es un delito, no importa que sea “por su bien”, como podría justificarse en el caso relatado. Y es verdad que resulta prácticamente imposible dejar las drogas cuando el vicio ya ha ocasionado daños neuronales.

Hay que “forjar carácter”, como decían los profesores de la vieja guardia, que no es lo mismo a “educar a fuerzas”, y si no se forjó desde la infancia el equilibrio emocional, ¿realmente creen los familiares que esa clase de terapias le quitará a los “internos” la dependencia a las drogas? ¿O los envían ahí porque no quieren “lidiarlos” en casa?

Ahora bien, ¿cómo es posible que funcionen estos “centros de ayuda o de rehabilitación”? ¿Quién los regula? ¿Pagan impuestos? ¿Tienen licencias sanitarias?

El problema de las drogas es una cuestión social. Se requiere de la participación de todos si en realidad se busca enfrentarlo; pero, como siempre, nos falta coordinación. Como siempre, preferimos que otros se hagan cargo. Total, no es mi problema… ¿verdad?

La cuestión es que sí es nuestro problema. La droga y todo lo relacionado con ella es crítico para el bienestar social de las ciudades. Pese a las claras relaciones entre los robos y la droga, ni las autoridades actúan ni la sociedad exige.

Imagínese usted amarrado en un solo nudo de pies y manos por la espalda. El amarre es tan fuerte que siente cortarle la circulación de las muñecas, y por la posición sus piernas comienzan a entumecerse. Es prácticamente imposible moverse y sólo puede desplazar su cabeza hacia los lados.

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Ahora imagine que ellos lo colocan así amarrado en dos sillas puestas de frente una contra la otra, acomodadas como cuando platica con alguien de algo importante, separadas unos 40 cm. La mitad del cuerpo en una y su cabeza en la otra, de tal suerte que ese espacio entre las sillas se llena prácticamente con su vientre.

La imagen en sí no es agradable.

La separación y su propio peso hacen que la columna se fuerce para mantener el cuerpo recto. Es una acción instintiva para no caer al suelo, porque su cerebro sabe que no puede meter las manos o algo que aminore la caída… Ellos lo saben y por eso lo hacen.

El suplicio dura tiempo y no se vale llorar, porque van ampliando el espacio entre las sillas dependiendo de la falta cometida. Por lo regular usan sillas más altas de lo normal, lo que asegura un golpe severo contra el suelo.

Si hay oposición o “aguante” del sujeto amarrado, comienzan a colocarle cobijas sobre su espalda para darle más peso. El dolor debe ser indescriptible.

Pero si por azares del destino pudiera usted liberar semejante “prueba”, todavía pueden probar el “helicóptero”, que no es otra cosa más que anudarlo a una larga cuerda en la misma posición, con los pies y manos amarrados, y darle algunas vueltas.

Estos ejemplos de “terapia” son los utilizados en algunos centros de rehabilitación por drogas en la Ciudad del Sol, en pleno siglo XXI. “Terapia cavernícola” le llaman quienes han sufrido esa clase de tortura en esos centros.

La idea, supongo, es remover el deseo de las drogas mediante el escarmiento, o reflejo condicional, dirían los psicólogos. O “educar a fuerzas”, como lo dijo la persona que tenía frente a mí, mientras se remojaba los labios frecuentemente ante el síndrome de abstinencia. “Pero cuando ya traes bien metida la droga, ni eso funciona. Debería ser un delito”, remató.

Tiene razón. La tortura en cualesquiera de sus formas es un delito, no importa que sea “por su bien”, como podría justificarse en el caso relatado. Y es verdad que resulta prácticamente imposible dejar las drogas cuando el vicio ya ha ocasionado daños neuronales.

Hay que “forjar carácter”, como decían los profesores de la vieja guardia, que no es lo mismo a “educar a fuerzas”, y si no se forjó desde la infancia el equilibrio emocional, ¿realmente creen los familiares que esa clase de terapias le quitará a los “internos” la dependencia a las drogas? ¿O los envían ahí porque no quieren “lidiarlos” en casa?

Ahora bien, ¿cómo es posible que funcionen estos “centros de ayuda o de rehabilitación”? ¿Quién los regula? ¿Pagan impuestos? ¿Tienen licencias sanitarias?

El problema de las drogas es una cuestión social. Se requiere de la participación de todos si en realidad se busca enfrentarlo; pero, como siempre, nos falta coordinación. Como siempre, preferimos que otros se hagan cargo. Total, no es mi problema… ¿verdad?

La cuestión es que sí es nuestro problema. La droga y todo lo relacionado con ella es crítico para el bienestar social de las ciudades. Pese a las claras relaciones entre los robos y la droga, ni las autoridades actúan ni la sociedad exige.