/ viernes 7 de febrero de 2020

Casos y cosas de la experiencia | Mujer rota

“El dolor infringido allá y entonces, se refleja ahora en mi vida adulta…” (S. B., 2019)

El encuentro con Simone B. fue devastador, diría que mortal, el cristal se había roto en mil pedazos. No fue una vez, fueron años los que vivió la terrible experiencia de ser lastimada, violentada y sometida. El miedo provocaba un silencio angustioso, que devoraba sus entrañas y no podía expresar lo que la corroía.

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Creía que rezando estaría a salvo de esa vivencia, que se repitió un día tras otro, por varios años. Aquel abuso infantil cambió su visión del mundo, de sí misma y de su vida para siempre. Desde entonces se encerró en ella, puso cerrojos a sus afectos, el aislamiento y silencio fueron sus escudos hasta hoy.

El rostro de Simone, en apariencia gentil y amable fue transformándose durante la sesión. Abordé lo que expresaba, escuché con atención el flujo de palabras, observé detenidamente cada gesto y mi sentir estaba alerta para identificar lo que le sucedía.

— Me siento mal conmigo, no creo en Dios. Se me dificulta creer en Él, pues dónde estaba cuando me lastimó aquel hombre. Me había enseñado que si era buena niña y rezaba nunca me pasaría algo malo. Creo que se reirá de mí por lo que le cuento, creerá que soy tonta.

— Me siento insegura, en ocasiones no digna de ser amada. Desconfío de los que dicen amarme. Temo que me vuelvan a lastimar. Me pregunto si alguna vez podré confiar en las personas. Por eso en ocasiones soy impertinente, agresiva, gritona. En otras, me siento insegura, rechazada, abandonada, desprotegida, sola y con mucha ansiedad.

Permanecí atento y acompañé a Simone en su revelación. En un par de ocasiones solicité aclarar ciertas cosas que le sucedieron. Ella no pudo revelar todo en la primera sesión, pasaron algunas en las que fui explorando el terreno para que pudiera abrir su corazón.

— No puedo dejar de pensar en esa imagen, en esa experiencia dolorosa para mí. En ocasiones me culpo por ello y por más que intento borrarla de mi mente, no lo consigo. Busco refugiarme en mi cuarto, cerrar la puerta con llave y las cortinas. Adopto una postura fetal en la cama donde duermo y me mezo hasta quedarme dormida.

— Quiero esconderme, ser invisible y que nadie me toque. Lo sé, es imposible. ¿Por qué me pasó eso a mí? No puedo dejar de pensar en lo que me hacía ese desgraciado. Si Dios existe, ¿por qué permitió que me lastimara?

Cada encuentro es un acercamiento a su dolor, coraje, rabia, odio. Me duele cómo sufre, llora y se desgarra después de tantos años. Acompañar a un ser humano con este tipo de experiencias no resulta fácil, porque su vida se ha roto como un cristal. No es posible pegarlo, ni repararlo, pues no quedaría igual.

En la actualidad este tema resuena con más frecuencia, escuchamos muchas voces y demandamos justicia expedita. Canales (2015) señala: “El abuso infantil le roba al niño la inocencia, su derecho a descubrir su propia sexualidad gradualmente y, sobre todo, a vivir experiencias sexuales en sintonía con su capacidad física y psicológica”.

Cuando un niño(a) es víctima de abuso sexual, seguramente vive un experiencia de indefensión total, nadie puede protegerlo y proveerle seguridad y protección; vivirá en la desesperanza absoluta. El abuso infantil se conoce desde hace tiempo, pero hasta hoy la gente se atreve a denunciarlo, porque necesita romper ese silencio para liberar tanto dolor acumulado por años.

Es posible que una persona, mediante el ejercicio de la denuncia y el trabajo psicoterapéutico pueda sanar ese dolor que la consume y lleva a vivir un sinfín de síntomas físicos y emocionales.

Las estadísticas nunca reflejarán la gravedad de este suceso. Las personas violentadas viven en silencio y aislamiento, sienten miedo, culpa y un profundo dolor. Trabajar con el abuso infantil es un proceso difícil de asimilar. No obstante, es vital enfrentarlo, pues la persona merece vivir más ligera y dejar la oscuridad de ese pasado doloroso, para iluminar su existir, y sentir que hay un propósito más potente: liberarse del dolor y sanar de la herida. Lograr esto puede llevar años. Nadie merece vivir esa experiencia…

Buen fin de semana.

José Ignacio Lovio Arvizu. Psicólogo y psicoterapeuta.

ignacio.lovio@gmail.com

“El dolor infringido allá y entonces, se refleja ahora en mi vida adulta…” (S. B., 2019)

El encuentro con Simone B. fue devastador, diría que mortal, el cristal se había roto en mil pedazos. No fue una vez, fueron años los que vivió la terrible experiencia de ser lastimada, violentada y sometida. El miedo provocaba un silencio angustioso, que devoraba sus entrañas y no podía expresar lo que la corroía.

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Creía que rezando estaría a salvo de esa vivencia, que se repitió un día tras otro, por varios años. Aquel abuso infantil cambió su visión del mundo, de sí misma y de su vida para siempre. Desde entonces se encerró en ella, puso cerrojos a sus afectos, el aislamiento y silencio fueron sus escudos hasta hoy.

El rostro de Simone, en apariencia gentil y amable fue transformándose durante la sesión. Abordé lo que expresaba, escuché con atención el flujo de palabras, observé detenidamente cada gesto y mi sentir estaba alerta para identificar lo que le sucedía.

— Me siento mal conmigo, no creo en Dios. Se me dificulta creer en Él, pues dónde estaba cuando me lastimó aquel hombre. Me había enseñado que si era buena niña y rezaba nunca me pasaría algo malo. Creo que se reirá de mí por lo que le cuento, creerá que soy tonta.

— Me siento insegura, en ocasiones no digna de ser amada. Desconfío de los que dicen amarme. Temo que me vuelvan a lastimar. Me pregunto si alguna vez podré confiar en las personas. Por eso en ocasiones soy impertinente, agresiva, gritona. En otras, me siento insegura, rechazada, abandonada, desprotegida, sola y con mucha ansiedad.

Permanecí atento y acompañé a Simone en su revelación. En un par de ocasiones solicité aclarar ciertas cosas que le sucedieron. Ella no pudo revelar todo en la primera sesión, pasaron algunas en las que fui explorando el terreno para que pudiera abrir su corazón.

— No puedo dejar de pensar en esa imagen, en esa experiencia dolorosa para mí. En ocasiones me culpo por ello y por más que intento borrarla de mi mente, no lo consigo. Busco refugiarme en mi cuarto, cerrar la puerta con llave y las cortinas. Adopto una postura fetal en la cama donde duermo y me mezo hasta quedarme dormida.

— Quiero esconderme, ser invisible y que nadie me toque. Lo sé, es imposible. ¿Por qué me pasó eso a mí? No puedo dejar de pensar en lo que me hacía ese desgraciado. Si Dios existe, ¿por qué permitió que me lastimara?

Cada encuentro es un acercamiento a su dolor, coraje, rabia, odio. Me duele cómo sufre, llora y se desgarra después de tantos años. Acompañar a un ser humano con este tipo de experiencias no resulta fácil, porque su vida se ha roto como un cristal. No es posible pegarlo, ni repararlo, pues no quedaría igual.

En la actualidad este tema resuena con más frecuencia, escuchamos muchas voces y demandamos justicia expedita. Canales (2015) señala: “El abuso infantil le roba al niño la inocencia, su derecho a descubrir su propia sexualidad gradualmente y, sobre todo, a vivir experiencias sexuales en sintonía con su capacidad física y psicológica”.

Cuando un niño(a) es víctima de abuso sexual, seguramente vive un experiencia de indefensión total, nadie puede protegerlo y proveerle seguridad y protección; vivirá en la desesperanza absoluta. El abuso infantil se conoce desde hace tiempo, pero hasta hoy la gente se atreve a denunciarlo, porque necesita romper ese silencio para liberar tanto dolor acumulado por años.

Es posible que una persona, mediante el ejercicio de la denuncia y el trabajo psicoterapéutico pueda sanar ese dolor que la consume y lleva a vivir un sinfín de síntomas físicos y emocionales.

Las estadísticas nunca reflejarán la gravedad de este suceso. Las personas violentadas viven en silencio y aislamiento, sienten miedo, culpa y un profundo dolor. Trabajar con el abuso infantil es un proceso difícil de asimilar. No obstante, es vital enfrentarlo, pues la persona merece vivir más ligera y dejar la oscuridad de ese pasado doloroso, para iluminar su existir, y sentir que hay un propósito más potente: liberarse del dolor y sanar de la herida. Lograr esto puede llevar años. Nadie merece vivir esa experiencia…

Buen fin de semana.

José Ignacio Lovio Arvizu. Psicólogo y psicoterapeuta.

ignacio.lovio@gmail.com